Encuentros con la Palabra
Quinto Domingo de Pascua – Ciclo C (Juan 13, 31-33a. 34-35)
Si se aman (...), todo el mundo se dará cuenta de que son discípulos míos
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Cuentan que un agricultor sembraba todos los años maíz en sus campos. Después
de muchos años, logró conseguir la mejor semilla de maíz que se podía obtener.
Mientras los cultivos de sus vecinos deban cinco mazorcas por uno, el suyo daba
cincuenta mazorcas por un grano. El hombre se preocupaba por dejar cada año una
buena cantidad de semilla para volver a sembrar y para regalarle a todos sus
vecinos, que se alegraban con esta generosidad del agricultor. Cuando alguien le
preguntó por qué hacía eso, él respondió: «Si mis vecinos tienen también buen maíz,
mis maizales serán cada vez mejores; pero si el maíz de ellos es malo, también mi
maizal empeorará». Nadie entendió la respuesta, de modo que él añadió: «Los
insectos y los vientos que llevan el polen de unos sembrados a otros y fecundan las
cosechas para que produzcan su fruto, no tienen en cuenta si los sembrados son
míos o de mis vecinos… Mis sembrados crecerán lo que los sembrados de mis
vecinos crezcan».
Cuando Jesús se despidió de su discípulos, les dejó un mandamiento nuevo: “Les
doy este mandamiento nuevo: Que se amen los unos a los otros. Si se aman los
unos a los otros, todo el mundo se dará cuenta de que son discípulos míos”. Esta es
la señal por la que los cristianos deberíamos ser reconocidos. No deberíamos
preocuparnos tanto por las insignias externas, por las prácticas piadosas, sino por la
calidad de nuestras relaciones. Cuando amamos a alguien, le hacemos el bien, le
ayudamos a ser mejor, a vivir en plenitud esta existencia que Dios nos ha regalado
para compartirla como hermanos.
Tal vez esta es la tarea más importante que tenemos delante. Crear relaciones que
nos ayuden a crecer. La competitividad que nos impone una sociedad como la que
hemos organizado, nos obliga constantemente a buscar nuestro propio bienestar en
detrimento del bienestar de los demás. Parecería que la relación entre nuestro
crecimiento y el crecimiento de los demás fuera inversamente proporcional. Pero
desde la lógica de Dios, las cosas son al contrario. Cuanto más crezcan aquellos que
están a nuestro lado, más creceremos también nosotros. Si estuviéramos
convencidos de esta verdad y si la hiciéramos la norma de nuestra vida, otra cosa
sería este mundo. El Señor resucitado estaría más presente entre nosotros y nuestro
testimonio se iría extendiendo a lo largo y ancho del mundo.
Dios es como el agricultor de la historia. El reparte sus dones a todos y quiere que
todos crezcan y lleguen a la plenitud. Y así quiere que seamos los que nos
llamamos seguidores suyos. Jesús vivió así su existencia y quiere que sus
discípulos vivamos de la misma manera. No solo con el sentido egoísta de buscar
nuestro interés ayudando a los demás, sino convencidos de que es la mejor
manera de hacerlo presente en medio de nuestras familias, de la Iglesia y de la
sociedad.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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