DOMINGO V DE PASCUA (C)
Homilía del P. Carles M. Gri, monje de Montserrat
28 de abril de 2013
Hch 14,21-27 / Ap 21,1-5a / Jn 13, 31-33a.34-35
Queridos hermanos: el tiempo pascual es el tiempo nuevo de la resurrección. Es el
tiempo del Reino de Dios. Este Reino en el que, para entrar, hay que pasar mucho ,
como dice el libro de los Hechos de los Apóstoles. Pero Cristo, paradójicamente, ha
hecho estallar la luz nueva de la aurora de Pascua precisamente a través de las
tinieblas del Calvario. Desde entonces lo que era una imposibilidad para el hombre se
ha convertido en la gran posibilidad.
La atmósfera que envuelve este tiempo pascual es el amor, que nos hermana unos a
otros y da a conocer a los hombres que realmente somos discípulos del Evangelio de
las bienaventuranzas, seguidores de Jesús, santos y justos renovados por el Espíritu
del Resucitado.
El mandamiento nuevo es claro y nítido: como yo os he amado, amaos también entre
vosotros. No se trata, pues, de encarnar un amor cualquiera, sino un amor que tenga
la profundidad, la verdad y la pureza del amor del mismo Cristo. Un amor, por tanto,
que busque más el dar que el recibir; el amar que el ser amado; el comprender que el
ser comprendido. Un amor de estas características es el único que puede satisfacer el
corazón del hombre y darle plenitud y cumplimiento. Llegado a este extremo, Bernardo
de Claraval podía enseñar que el premio del amor es el mismo amor donde el hombre
encuentra su felicidad. Y san Juan de la Cruz, uno de los más grandes místicos, lo
celebraba poéticamente diciendo: Mi alma se ha empleado/ y todo mi caudal en su
servicio;/ ya no guardo ganado,/ ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi
ejercicio.
No obstante, se podría objetar: querer así, como ama Cristo, ¿no es una ilusoria
utopía? Hay que responder con convicción que este es el mandamiento por excelencia
dado por el Maestro y que éste no puede mandar cosas imposibles. Efectivamente es
su mismo amor, derramado por su Espíritu en nuestros corazones, el que da la
posibilidad. Hay que recordar que, para la mentalidad bíblica, dar el propio espíritu a
otra persona, es convertirla en otro yo. Cristo, pues, dándonos su Espíritu nos
transforma a su imagen y semejanza. Todo bautizado, por tanto, junto con San Pablo,
puede afirmar: vivo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí .
Necesitamos, pues, ser dóciles y transparentes, para que el Espíritu del Señor Jesús,
el Espíritu de amor, nos abrase con el fuego de la caridad de Cristo. Entonces,
podremos ser las piedras vivas con las que él vaya construyendo el edificio de su
genuina Iglesia, la cual ha de ser signo y estímulo para construir una nueva
civilización, la civilización de la verdad y del amor, de la concordia y de la paz, de la
reconciliación y de la fraternidad.
La Virgen, Madre del bello Amor , la fiesta de la cual celebrábamos ayer con acción de
gracias, nos sea apreciado modelo y eficaz estímulo. ¡Que así sea!