VI Domingo de Pascua , Ciclo C
CONFIDENCIA, MISTERIO, EXIGENCIA, PLENITUD
Padre Pedrojosé Ynaraja
Estamos viviendo, mis queridos jóvenes lectores, días de agradables sorpresas. El
comportamiento del nuevo Papa, su sencillez y aparente ingenuidad, parece que inauguran una
nueva manera de ser católico. Los medios, los propios del ámbito religioso y los indiferentes a
este campo, se deshacen en elogios. Que cambie un Papa, que cambien los hábitos de
comportamiento y que auguren mejoras en la cúpula de la Iglesia, nos llena de esperanza.
Ahora bien, de poco servirán las variaciones del Obispo de Roma, si no se renuevan los
procederes de los fieles. Un gran santo presidiendo la Iglesia, rodeado de una comunidad
mediocre, de poco vale. Debe incrustarse en lo más íntimo de nuestro ser: es preciso
examinarse con meticulosidad, aceptar el resultado con honradez y, consecuentemente,
convertirse.
En el terreno donde la semilla cristiana se sembró inicialmente, existían dos maneras de regirse
en la vida: la judía y la pagana. Cada una con sus principios, pero cargada fundamentalmente
de costumbres heredadas. Para que me entendáis, unos cuantos siglos después de la era
apostólica, un eminente teólogo judío, Maimónides, escribió que 613 exactamente, y nada
menos, eran los preceptos a los que debían ser fieles los descendientes de Abraham. De ellos
248 eran positivos y 365 negativos. En la época de Jesús, sin tenerlos tan bien clasificados, en
la comunidad hebrea pululaban muchas normas que ahogaban o tapaban mucho de lo que
realmente estaba revelado por Dios. Jesús y los Apóstoles, no lo olvidemos, eran judíos. Sus
seguidores, en muchos casos, no se dieron cuenta de que ser fieles al Señor, no implicaba ser
esclavos de tantas reglas acumuladas, que ni formaban parte del núcleo cristiano, ni resultaban
atractivas a otras culturas que vivían junto a ellos. El criterio de que cada uno se quedase con
sus costumbres, ni facilitaba la comunión entre los hombres, que seguirían ignorándose, ni
derribarían las murallas que incitaban a la envidia, al orgullo y a la enemistad.
El Cristianismo no es democracia, el cristianismo es comunión. Realidad esta mucho más
exigente que la primera. Los de Antioquía y los de Judea, ni luchan entre sí, ni someten sus
ideas a votación. Acuden a Jerusalén y dialogan. Invocan al Señor. Lo hacen con tal intensidad,
sinceridad y honradez, que se atreven a enviar un mensaje que empieza proclamando que han
decidido ellos y el Espíritu Santo… ¿es temeridad una tal declaración?. Si se tratara de
cualquier religión natural, por eminente que fuera, un tal atrevimiento sonaría a orgullo. Pero
ellos Pedro y compañía y los demás discípulos, ellos y ellas, recordaban las enseñanzas del
Maestro. Cuando en su nombre se encontraban, Él no era un compañero ajeno desentendido y
el Padre tampoco un observador indiferente. Saben desprenderse de heredadas costumbres
que eran ajenas a la vida de los fieles griegos y que no formaban parte del núcleo del Nuevo
Camino y se lo dicen con franqueza. Hay que atenerse a lo que es estricto y no imponer lo que
es simple costumbre o gusto personal.
Para la tarea importante de la unión de los cristianos, que animó los desvelos del Papa
Benedicto XVI y que, de una manera ostentosa, patentiza el Papa Francisco, debemos
reconocer que muchas de nuestras costumbres, aparentemente cristianas, no lo son en
realidad y debemos suprimirlas. Ciertos usos y criterios enraizados en la piedad popular, por
atávicos que sean, son contrarios a la Fe cristiana. Hay que reconocerlo sinceramente. Y
muchos otros, sin llegar a serlos, tienen una importancia muy secundaria. (estoy pensando en
tantas cosas que proceden de supuestas apariciones o revelaciones a personas piadosas, que
algunos conocen al dedillo, mucho mejor que el Evangelio y a las que dan una importancia
superior. Imponer devociones, por antiguas y simpáticas que sean no es correcto).
El texto del evangelio de este domingo, nos dice que el discípulo no es un erudito, conocedor
de principios y verdades, que se limita a aceptarlas en teoría. Para que Dios entre en lo más
íntimo del fiel, será necesario que ponga en práctica su doctrina. Para que el Señor se acerque,
debemos convertirnos. La dificultad está en reconocerlo. Muchos se creen buenos como el
fariseo de la parábola y se alejan de lo que creen es oración y es puro orgullo, tan vacíos como
cuando la iniciaron.
Seguramente no os gustará, mis queridos jóvenes lectores, lo que os voy a decir. Con
frecuencia, después de la misa, alguien que ha venido por primera vez, me pregunta ¿por qué
no os dais la paz?. En la Eucaristía no nos damos la paz, así es. La Paz no es cosa nuestra.
Debemos llegar impregnados de la Paz de Jesús y tratar de trasmitirla al primero que
encontremos. O conseguirla como Gracia germinada en el altar y compartirla con gozo en o
después de la misa. La Paz de verdad, de aquí que la escriba con mayúscula, la que nos ha
llegado de Cristo. No una paz como la consigue el mundo, que muchas veces es puro
armisticio, exento de Amor. Procuro saludar antes de empezar o conseguir que la celebración
empape de comunión espiritual a los que asisten. Lamento que a veces observo que se dan
apretones de manos, besitos y abrazos, que la asistencia practica con divertido
comportamiento y que acabada la misa, cada uno se aleje indiferente a los demás o a lo sumo
conversando solo con sus amiguetes.