VI Domingo de Pascua C
Padre Julio González Carretti O.C.D
Lecturas:
a.- Hch. 15, 1-2. 22-29: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no
imponeros más cargas que las indispensables.
La llegada de algunos hermanos venidos de Jerusalén, exigiendo la obligatoriedad
de la circuncisión como requisito para la salvación, llevó a la comunidad a mandar a
Pablo y Bernabé a Jerusalén a consultar a los apóstoles sobre esta cuestión. Nace la
primera reunión de la comunidad eclesial: el Concilio de Jerusalén. De la reunión
conciliar, sale una resolución respecto a la obligatoriedad para los gentiles, que se
incorporaban a la Iglesia. Nombran dos delegados propios, Judas y Silas, además
de Pablo y Bernabé embajadores de la comunidad de Antioquía, llevan por escrito
lo acordado. Esta decisión deja ver la autoridad de la Iglesia de Jerusalén. La carta
en cuestión, es enviada a Antioquía y otras comunidades que habían sido
violentadas, en cierta forma, por las palabras de los judaizantes. La decisión de
proclamar la libertad del Evangelio, respecto a la Ley, fue asumida por el Espíritu
Santo y los miembros de la comunidad. Santiago, movido por el mismo Espíritu,
habla basado en la Escritura (cfr. Am. 9,11-12), pero además supo exponer el
pensar de la comunidad. Vemos la profunda convicción de Hechos, que el Espíritu
Santo actúa en la Iglesia, no sólo en los momentos de conflicto o crisis, o cuando
hay que tomar una decisión, sino siempre: “Hemos decidido el Espíritu Santo y
nosotros…” (v. 28). El Espíritu Santo y los dirigentes de la comunidad, son los dos
testimonios autorizados para tomar una decisión trascendental para la Iglesia y su
futuro. Las cuatro prohibiciones están tomadas del libro del Levítico: no
contaminarse con la carne ofrecida a los ídolos; abstenerse de la fornicación; la
prohibición de comer animales con su sangre, prohibido consumir su misma sangre
(cfr. Lv. 17, 8. 10ss; 18, 6-18). Se trata de evitar la idolatría y la inmoralidad
sexual, ideas que rechazaba la Ley de Moisés y los propios judíos. Este comunicado
causó gran alegría en la Iglesia, porque las Escrituras se habían cumplido en su
tiempo y en esos acontecimientos que les tocaban de forma directa. No es de
menor importancia la alabanza que el autor reserva para Pablo y Bernabé, como
hombres que han consagrado la vida por la causa de Jesucristo, el Señor (v. 26).
Alabanza no menor, si se piensa que Lucas, no menciona los sufrimientos que ello
significó, sobre todo para Pablo, pero define la vida del apóstol como una
consagración total a la causa del Evangelio, respuesta de fe, a la entrega que hizo
Jesucristo de sí mismo por los hombres (cfr. 2 Cor. 8, 5; Mc. 10, 45; Jn. 10, 17-
18). Crecía la importancia de Jerusalén, que apoya y confirma la acción de Pablo y
condena el obrar de los judíos convertidos.
b.- Ap. 21, 10-14. 22-23: Me enseñó la ciudad santa, que bajaba del cielo.
La visión del apóstol nos muestra la Jerusalén celestial, con un fuerte lenguaje
metafórico, nos presenta la belleza y perfección de la casa de Dios puesto que ahí
reside la gloria de Dios. Es la Jerusalén mesiánica y celestial, ya que todavía existen
las naciones paganas que todavía pueden convertirse (cfr. Ap. 21, 24; 22,2). La
descripción nos recuerda la misión que se le encomendó a Ezequiel, de medir el
templo y la ciudad donde había de residir la gloria de Dios. La ciudad que describe
Juan, es perfecta en todas sus medidas, lo que ya no puede decirse del templo de
Jerusalén, porque aquí reside la presencia viva de Dios y del Cordero. El culto y la
peregrinación se hacen hacia la Jerusalén celestial, desde la comunidad cristiana
donde brilla una luz resplandeciente para toda la humanidad.
c.- Jn. 14, 23-29: El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he
dicho.
El tema de mantenerse en el amor a Jesús y cumplir su palabra viene de antes (Jn.
14, 15); la pregunta de Judas que pide le explique, por qué no habrá una
revelación para el mundo (v.22), hace que se retome el tema de cumplir su palabra
si de veras le amamos a ÉL (vv. 23-24). Desde el comienzo de su evangelio, Juan
deja en claro, que la autorrevelación de Jesús a los discípulos, la visión de la gloria
de Dios (cfr. Jn.1,14;2,11; 11,4-.40), está abierta a todos aquellos que se asoman
a su palabra (cfr. Jn.1,9-13.19-51; 2,1-4,54). La necesidad de la fe es fundamental
en este discurso de despedida, pero también e hecho de amar a Jesús (cfr.
Jn.14,1.11-12; 14,15.21.23-24). El Jesús que se va, se manifestará a los discípulos
que crean en sus palabras y le amen. Dicha revelación es imposible para un mundo
que se opone a creer y a amar. En este v.23 se da prioridad al hecho de amar a
Jesús; quien lo ame, guardará su palabra. Esta seguridad nace de la convicción que
el discípulo vive en el tiempo con la garantía que le dan las palabras de Jesús, en
las que afirma que el Padre amará a los discípulos amen y crean. Pero Jesús
promete mucho más: vendremos a él y haremos morada en él (v.23). ¿Cuándo
sucederá esto? El Padre y el Hijo establecerán una morada permanente en los que
cumplan la palabra de Jesús de Nazaret y o amen (cfr. Jn.14,18-21). En su
discurso se habla de un tiempo intermedio entre su eminente partida y su regreso
al final de los tiempos, tiempo del Espíritu Santo, tiempo que será llenado por la
presencia del Paráclito y del Señor exaltado a la derecha del Padre, presencia
vivificante en medio de una comunidad que le rinde culto (Jn.14,16-17.17-21). Es
el amor del Padre que asegura la presencia del Padre y del Hijo, ausente durante
este tiempo intermedio, pero la presencia de la morada, la imagen, prometen una
presencia definitiva y permanente del Padre y del Hijo en la vida del cristiano. Ellos
establecerán su morada en aquel que ama a Jesús y se mantiene en su palabra
(v.23). El evangelista nos propone un criterio para saber si amamos a Jesús,
saber, cuánto cumplimos sus mandamientos, o mejor dicho, su único
mandamiento: amor a Dios y al prójimo. Pero no se limita a sólo este
mandamiento, sino a toda la revelación que nos ha comunicado, es decir,
permanecer en su palabra, condición indispensable para recibir al Paráclito. El Jesús
que se marcha no deja huérfanos a sus discípulos, los que creen y aman
experimentan su presencia en la ausencia, y pueden esperar todavía más, una
llegada final en que Jesús y el Padre celebrarán la unión definitiva con los
creyentes. Sin embargo, estas promesas tienen un aspecto negativo para aquel
que rechace esta revelación, ya que rechaza no sólo al Enviado, sino al Padre,
porque estas palabras son suyas. Este rechazo acontece en el presente y se
prolonga a la comunidad llena del Espíritu Santo, si bien Jesús se marcha, la
revelación prosigue, en y mediante la comunidad de los discípulos que poseen el
Espíritu y está animada por la presencia ausente de Jesús. La presencia del Espíritu
Santo, Espíritu de la Verdad, permanecerá en los creyentes, en la medida que
guarden los mandamientos de Jesús; aunque él se marche nos los dejará
huérfanos. La misión del Espíritu, consistirá en hacerles saber que el Padre y el
Hijo, vive en ellos, por el conocimiento y el amor (v. 23). Guardar su palabra, es
fundamental para vivir esa experiencia de la inhabitación trinitaria pos-pascual en
el alma del creyente. Jesús evoca la presencia de Yahvé, en medio de su pueblo
(cfr. Ex. 25,8; 29, 45; Lv. 26, 11), experiencia propia de los tiempos mesiánicos,
anunciada por los profetas (cfr. Ez. 37, 26; Za. 2, 14; Ap. 21, 3-22). Se trata de
dejar trasvasar su personalidad, habitar en el creyente, hacer morada en nosotros,
es lo que quiere el Padre y el Hijo. También podemos afirmar que somos templo del
Espíritu Santo. Como Cristo Jesús, es tienda del encuentro del hombre con Dios
(Jn.1,14); ahora el cristiano puede vivir esta experiencia. Lo que interesa a Juan, es
hacernos comprender, que sin Jesús, no podemos vivir: su muerte ahora no la
comprenden, pero insiste en que será procurarles una mayor presencia no sólo
suya, sino también la del Padre. Juan se mueve en este sentido, en un doble plano,
un antes de la muerte y resurrección de Cristo y la era del Espíritu Santo. Enseña a
leer la experiencia de la muerte de Cristo, desde la luz pos-pascual y desde esa
realidad, leer los diversos tiempos por esto el evangelista fija su atención ahora en
la figura del Espíritu Santo. Enviado por el Padre, a nombre de Jesús, su misión
será recordar la enseñanza de ÉL a sus discípulos a través del tiempo. Profundizar
su magisterio en la vida de los fieles y de la Iglesia. Además les promete una paz
estable a los que creen en su palabra, a pesar de las asechanzas del mundo con su
Señor, y contra de los fieles: no hay nada que temer (v. 27). Les exhorta a la
alegría, porque va al Padre para volver, con la posibilidad de una mayor comunión
con ellos. El Padre es mayor, en cuanto origen, de toda la historia de salvación,
porque va a glorificar al Hijo y enviará al Espíritu Santo, pero el Padre y el Hijo son
una sola cosa. Jesús entregará libremente su vida, todo termina con una confesión
de amor y obediencia al Padre (vv. 28-29).
Santa Teresa de Jesús, en las cumbres de la mística cristiana, la palabra sigue
iluminando la vida del cristiano como al comienzo de ella. “La paz interior y la poca
fuerza que tienen contentos ni descontentos por quitarla de manera que dure...
Esta presencia tan sin poderse dudar de las tres Personas, que parece claro se
experimenta lo que dice San Juan, «que haría morada con el alma» (Jn.14,23),
esto no sólo por gracia, sino porque quiere dar a sentir esta presencia, y trae tantos
bienes, que no se pueden decir, en especial que no es menester andar a buscar
consideraciones para conocer que está allí Dios. Esto es casi ordinario, si no es
cuando la mucha enfermedad aprieta; que algunas veces parece quiere Dios se
padezca sin consuelo interior, mas nunca, ni por primer movimiento, tuerce la
voluntad de que se haga en ella la de Dios. Tiene tanta fuerza este rendimiento a
ella, que la muerte ni la vida se quiere, si no es por poco tiempo cuando desea ver
a Dios; mas luego se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres
Personas, que con esto se ha remediado la pena de esta ausencia y queda el deseo
de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma
le amase más y alabase por mi intercesión, que aunque fuese por poco tiempo, le
parece importa más que estar en la gloria.” (Rel. 66,10).