Ciclo C: Solemnidad. La Ascensión del Señor
Rosalino Dizon Reyes.
Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo (Col 3, 1)
Al cielo miran cautivados los discípulos. Salen de su éxtasis con intervención de
mensajeros que les señalan la semejanza entre la ida y la venida de Jesús.
Efectivamente, los dos dan a entender que la ascensión del Señor indica el cierre de
su ministerio terrestre y la apertura del ministerio de la Iglesia, confirmada y
guiada por el Espíritu Santo, hasta que Jesús vuelva.
Y está bien que miremos atentos al cielo. Es nuestra manera, mientras vivimos en
este cuerpo, de subir adonde está el Ascendido. Así también nos ejercitamos ahora
para hacernos idóneos de la vida venidera de contemplación eterna (san Agustín).
Por tener los ojos puestos en el que a quien el Padre ha sentado a su derecha y en
el cual se despliega la liberalidad divina, esperamos asimismo comprender cada vez
mejor la esperanza a la que nos llama Dios, la riqueza de su herencia gloriosa y la
extraordinaria grandeza de su poder para nosotros. Fijándonos en el desenlace
espléndido de la vida del Señor, no nos cansaremos además ni perderemos el
ánimo. Alentados por él, estaremos dispuestos a soportar también la oposición de
los mundanos.
Sí, la Ascensión nos impulsa a los testigos de Jesús a desafiar al mundo. Nuestra
oración ante Dios y ante el sentado a la derecha del trono nos hará capaces de todo
(XI, 778). No podemos quedarnos plantados mirando al cielo. Dejaremos nuestros
lugares especiales de contemplación para volver adonde están las multitudes
diversas; dejaremos a Dios por Dios (IX, 1125). A plena vista de la gente, siempre
bendeciremos a Dios en nuestras iglesias. En estos centros de culto
proclamaremos la visión extramundana de la Ciudad celeste, en la que ya no hay
santuario, pues, el santuario allí es el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero. Y
llevaremos tal mensaje extramundano hasta los confines de la tierra.
El testimonio creíble tanto de Jesús como del Espíritu Santo que declara culpables a
los mundanos requiere, claro, que adoptemos con alegría el estilo de vida de
nuestro Maestro. Nuestro modo de vivir servirá de sacramento que haga presente
al que no es de este mundo. Nos elevaremos, pues, sobre el mundo y pondremos
en práctica lo que se significa en nuestra proclamación de la muerte de Cristo hasta
que él venga, lo que el mundo ciertamente no tolera: el arrepentimiento y el
perdón, la sencillez, la humildad, la pobreza, la misericordia, la compasión.
Haciendo esto, cumpliremos con la misma misión de san Juan Bautista, anunciada
en el antiguo templo, de preparar un pueblo digno del Señor.
Y estamos listos para la venida del Señor en cuanto nos mantenemos, entre otras
cosas, en la fe que espera encontrar el Hijo de Hombre cuando venga. Al pueblo
digno no lo cautivan tampoco ni los vestidos lujosos ni los anillos de oro ni los
puestos reservados de honor, admirados todos por los promotores de la acepción
mundana de personas.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)