DOMINGO VI DE PASCUA (C)
Homilía del P. Antoni Pou, monje de Montserrat
5 de mayo de 2013
Hch 15,1-2.22-29. / Ap 21,10-14.22-23. / Jn 14,23-29
Las personas que han sido importantes en nuestras vidas, las que nos han enseñado
a vivir, que nos han amado, que nos han animado en tiempos difíciles, que nos han
dado buenos consejos... forman parte ya de nuestras vidas, de nuestro interior, y
nunca morirán en nosotros. Aunque hayan muerto hace tiempo, sus palabras
resuenan en nuestro interior, y es como si su Espíritu estuviera presente ennosotros,
sobre todo en los momentos difíciles.
Jesús en la última cena es consciente de que ha llegado la hora de ir hacia el Padre.
Después del lavatorio de los pies, y la cena, con la proximidad del Discípulo Amado y
la traición de Judas, el Evangelista presenta a Jesús como el patriarca que antes de
morir se despide bendiciendo a cada uno de sus hijos, haciendo un gran discurso que
será como un testamento espiritual.
El género literario que presenta a alguien importante despidiéndose de sus hijos o sus
discípulos, lo encontramos de manera abundante tanto en la literatura judía, como en
la griega. Basta con pensar en el gran discurso del filósofo Sócrates, narrado por
Platón, antes de tomar la cicuta, a la que había sido condenado a muerte por
subversivo; de manera estoica pero con determinación, fiel a los valores y a las
virtudes que siempre había predicado, y con la confianza en la inmortalidad, daba de
esta manera la última y definitiva lección a sus discípulos, y también a los que le
habían condenado a muerte, estos últimos, gente demasiado débil e ignorante para
comprender su sabiduría.
Es un momento triste para los discípulos de Jesús, porque intuyen que ya no podrán
tener más a su maestro con ellos; sin Jesús se sentirán como un sarmiento cortado de
la vid; él es su guía, su vida, su alegría..., pero Jesús con sus palabras les quiere
infundir otros pensamientos. No habla de la muerte que tiene delante, sino de aquella
vida que es más fuerte que la muerte. "No, no os dejaré huérfanos" yo me voy, pero mi
espíritu permanecerá en vosotros, y será para vosotros como un maestro. Voy al
Padre, pero si me mantenéis en el recuerdo, yo y mi Padre vendremos y haremos
morada en vosotros. Os conviene que me vaya para que viva en vosotros de otra
manera. Si me amáis, dejad que me vaya. No tengáis miedo. Os tenéis que alegrar de
que me vaya al Padre. Os dejo mi paz. Nos volveremos a ver.
Esta narración bíblica de hace dos mil años aún se nos presenta muy viva, y no está
tan lejos de nosotros, en la experiencia de personas de profunda fe, a quienes
alegraría que el final de su vida no fuera para aquellos que aman una experiencia
dolorosa, sino una experiencia de paz, de amor, de fe. Hablan de su muerte de
manera natural, pero con esperanza, porque aunque pobres y torpes, sólo las palabras
y los símbolos, a veces aderezados con un poco de humor, pueden humanizar una
experiencia, que por sí misma es totalmente absurda y sin sentido.
Es verdad que en nuestra vida, con nuestros gestos de solidaridad, podemos ser luz
para las personas que nos rodean, pero también nuestra manera de vivir las pequeñas
muertes de cada día pueden ser fermento de vida. Si vivimos estas pequeñas muertes
como una llamada de Dios, estaremos entrenados para la última llamada, aquella en la
que Dios nos tiene preparada una estancia eterna.
La psicóloga Elisabeth Kübler-Ross que había acompañado a tantas personas en fase
terminal, quiso que su funeral fuera una gran fiesta, y que se soltara hacia el cielo una
gran cantidad de globos de colores como símbolo de que su despedida no era un
adiós definitivo sino un hasta pronto. Fue su acompañamiento de personas en los
últimos días de vida, sobre todo de niños, los que la confirmaron en su fe. Quedaba
desconcertada de la gran serenidad que tenían, que no habían aprendido de nadie, ni
siquiera de sus padres, sino que les venía del fondo de ellos mismos: pintaban dibujos
sobre el cielo, de gusanos que se volvían mariposas, y sus sueños los confortaban con
paisajes frondosos, y mensajes de que iban a un lugar mejor.
La intuición y la serenidad de estos niños, que a los adultos muchas veces nos cuesta
entender, son un pequeño signo de la fe Pascual. Creer en el Cielo no es una evasión,
una droga para personas débiles que necesitan consuelo, sino la manera más
saludable y más sensata de enfrentarnos con el misterio. La eucaristía, medicina de
inmortalidad, como la llamaban los primeros cristianos, memorial de la última cena de
Jesús, es una comida sólida para personas maduras y bien conscientes, las cuales
sacan de su fe en la victoria de Jesús, la fuerza para comprometerse cada día con
más ternura y vigor.