Solemnidad. La Ascensión del Señor, Ciclo C
Mientras los bendecía iba subiendo al Cielo”
Hoy contemplamos a Cristo, el Señor resucitado, que victoriosamente asciende al
Cielo. Al contemplarlo nuestros ojos se dirigen con firme esperanza hacia ese
destino glorioso que Dios por y en su Hijo nos ha prometido también a cada uno de
nosotros: la participación en la vida divina, en la comunión de Dios-Amor, por toda
la eternidad (ver 2Pe 1,4; Ef 1,17ss).
Por esto, San León Magno dice que “Así como en la solemnidad de Pascua la
resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su
ascensión al Cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar
litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en
Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de
ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios
Padre”.
En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en
la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El
“cielo”, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más
osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y
para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están
inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y
nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en
que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la
solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y
resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma
que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén “con gran gozo”
( Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había
sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en
ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en
él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas
de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia
temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y
perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.
Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo,
corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el
compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del
Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles,
que del Monte de los Olivos se marcharon “con gran gozo”. Al igual que ellos,
también nosotros, aceptando la invitación de los “dos hombres vestidos de blanco”,
no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo,
debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección
de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye
el Evangelio según san Mateo: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo” ( Mt 28, 20).
La solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real
de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en
nuestro apostolado: sin dejar de mirar siempre hacia allí donde Cristo está glorioso,
con la esperanza firme y el ardiente anhelo de poder participar un día de su misma
gloria junto con todos los santos, hemos de vivir intensamente la vida cotidiana
como Cristo nos ha enseñado, buscando en cada momento impregnar con la fuerza
del Evangelio nuestras propias actitudes, pensamientos, opciones y modos de vida,
así como las diversas realidades humanas que nos rodean.
Sin dejar de mirar al Cielo, ¡debemos actuar! ¡Hay mucho por hacer! ¡Hay mucho
que cambiar, en mí mismo y a mi alrededor! ¡Muchos dependen de mí! ¡Es todo un
mundo el que hay que transformar desde sus cimientos! Y el Señor nos promete la
fuerza de su Espíritu para que seamos hoy sus Apóstoles que anuncien su Evangelio
a tiempo y destiempo, un pequeño ejército de santos que con la fuerza de su Amor
trabajemos incansablemente por cambiar el mundo entero, para hacerlo más
humano, más fraterno, más reconciliado, según el Evangelio de Jesucristo y con la
fuerza de su gracia, y de la mano de Nuestra Señora de la Soledad.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)