Solemnidad. Domingo de Pentecostés
Pautas para la homilía
Con el Espíritu se nos da el don del Amor
La escena de Pentecostés narrada por el autor de los Hechos de los Apóstoles es
muy rica en símbolos con gran significado religioso. Lucas narra la llegada del
Espíritu como se narraban en el Antiguo Testamento las manifestaciones de Dios.
En especial, en los textos en los que Dios hace Alianza con su pueblo en el Sinaí (la
fiesta judía de Pentecostés hacía memoria de este acontecimiento), se habla
también de fenómenos parecidos: ruidos, vientos recios, estruendos, truenos… Es el
momento de la fundación de Israel como pueblo de Dios. Lo mismo acontece en el
Nuevo Testamento. Ya reunidos por Jesús, se constituye ahora la comunidad
plenamente en Iglesia, en comunidad que ora, predica y convive: sin miedo, con
alegría, con paz.
Israel recibió en el Sinaí una Ley, tesoro estimadísimo por los judíos, orgullo de su
pueblo y don eminente de Dios. La Iglesia, el día de Pentecostés, recibe también un
regalo, el don por antonomasia, la mismísima persona del Espíritu Santo. Es la
Nueva Ley, que hace posible la creación de una humanidad nueva, una vida nueva
que es participación anticipada de la vida divina. Una vida de libertad, de paz, de
alegría, de perdón y de comunidad.
¿En qué consiste esa Nueva Ley, ese Don mayúsculo? Se trata del Amor mayúsculo
que es Dios. Como decía santo Tomás de Aquino, no podemos esperar de Dios un
regalo mejor que Él mismo. Y así es. Con el Espíritu lo que se nos da es el don del
Amor, que no es sino la vida de Dios, Dios mismo. Ese Amor, esa Ley, es lo que nos
hace capaces de perdonar, de cerrar las heridas, de vencer el miedo y de construir
una sociedad más humana, más justa. Para eso está fundada la Iglesia, esa es su
misión.
Pablo desglosa admirablemente qué significa el don del amor en su imagen del
cuerpo de Cristo. Todos somos incorporados a Cristo por haber bebido de un mismo
Espíritu. Igual que el cuerpo posee muchos miembros y sin embargo es uno solo, lo
mismo en la Iglesia: hay muchos dones, ministerios y funciones, pero todos
destinados a la consecución del bien común. En la creación de una humanidad
nueva, de un gran cuerpo del que cada uno de nosotros formamos parte, el Espíritu
hace posible la unidad gracias a la diversidad (y no la unidad a pesar de la
diversidad): siendo diferentes, teniendo cada uno características personales y
gozando de dones distintos, todos tenemos que estar implicados en la construcción
de la comunidad humana. Es el Espíritu el que suscita la pluralidad: la variedad y la
diferencia son dones graciosos del mismo Dios. Somos homicidas de nosotros
mismos si pretendemos uniformar lo que Dios ha hecho diverso. Anulando las
diferencias suscitadas por el mismo Espíritu amputamos el cuerpo de Cristo.
Por eso el don del Espíritu es expresado en el texto de los Hechos como el don de
“hablar lenguas extranjeras”. A pesar de mantener cada uno sus diferencias
personales, culturales y lingüísticas, a todos llegaba la Buena Nueva. El don de
lenguas nos habla de la universalidad intrínseca al Evangelio. Su oferta de
bienaventuranza es para todos los hombres y mujeres el mundo. No porque deban
uniformarse, sino porque deben perdonarse y trabajar en la construcción del bien
común. Respetando las diferencias, conjugando la diversidad de lenguas en una
gramática humana universal.
En el texto hay también una clara resonancia al capítulo 11 del Génesis, donde los
humanos, movidos por su orgullo fueron castigados a no entenderse, quedando la
humanidad fracturada, rota. Lo que allí obró la soberbia y el orgullo, la rebeldía
contra Dios, es deshecho por lo que obra ahora la humildad y la obediencia de
Cristo al Padre. Gracias a esa relación entre el Padre y el Hijo podemos gozar del
don del Espíritu, que convierte la diferencia en comunión, la tristeza en alegría, el
miedo en anuncio.
El regalo ya ha sido hecho. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Ahora nos toca ser dóciles a
ese Espíritu, escuchar sus mociones, dejarnos aconsejar por la suavidad de su
caricia. Su soplo es suave en nuestro rostro, pero es fuego en nuestras entrañas:
nos llama a salir, a exponeros al daño que supone amar y dar la vida por la
comunión de los hombres y las mujeres de este mundo.
A ello hacía alusión el Papa Francisco en su carta a la Conferencia Episcopal
Argentina: “Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la
atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le
puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante
esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia
accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada
es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como
aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la
mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar
«la dulce y confortadora alegría de evangelizar»”.
Fr. Moisés Pérez Marcos O.P.
Convento de San Esteban (Salamanca)
Con permiso de: dominicos.org