Encuentros con la Palabra
Domingo de Pentecostés – Ciclo C (Juan 20, 19-23)
Reciban el Espíritu Santo
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
He oído que la experiencia de fe en las personas tiene cuatro etapas: La primera es la que
viven los niños. Ellos creen lo que les dice su mamá, su papá o su profesor. Las personas
mayores son las que les dan seguridad y sentido. Solos, no se sienten capaces de afrontar
los peligros que constantemente los acechan. No se imaginan la vida sin tener estas
personas a su lado. Una segunda etapa en el camino de la fe es la que viven los jóvenes,
que creen en lo que ven hacer a sus mayores y no en lo que les dicen. Exigen coherencia,
resultados. No se fían de las palabras que se lleva el viento. Necesitan pruebas, al estilo de
Tomás, que necesitaba ver las heridas en las manos, en los pies y en el costado del Señor.
La tercera etapa es la de los adultos, que creen solamente en lo que ellos mismos hacen y
no en lo que les dicen los demás o en lo que ven hacer a los otros. Las personas adultas se
van haciendo autónomas, se rigen por sus propios principios. Un adulto sabe que lo que él
mismo no hace, nadie lo hará por él. La cuarta etapa que vivimos en nuestro camino de fe,
es la del anciano, que cree en Dios, sin más. Ha vivido muchas experiencias y se ha ido
desengañando de infinidad de seguridades pasajeras que tuvo a lo largo de su existencia.
Confió en sus estudios, en su trabajo, en sus amistades, en las posesiones que tuvo. Pero,
poco a poco, se ha dado cuenta de que todo esto no eran más que vanidades . Sabe que se
acerca el momento definitivo del encuentro con el único Señor de su vida.
Lo que está detrás de todo esto es la experiencia del despojo que vamos viviendo cada día y
que se acentúa a medida que pasan los años. Un anciano ya no tiene papá ni mamá. Ya no
tiene profesores. Ya no tiene modelos de referencia en otros adultos. Ya no se tiene ni
siquiera a sí mismo. Se siente sin fuerzas. No tiene otra alternativa que sentirse en las
manos de Dios como el niño de pecho se siente en manos de su madre. La vida nos va
despojando, poco a poco, de nuestras seguridades, hasta que nos piden entregar la misma
vida. Dicen que una vez en un velorio de un señor que había sido muy rico, los que
acompañaban a la familia del difunto discutían sobre lo que había dejado este señor. Hacían
cuentas y no lograban calcular la herencia que había dejado a sus descendientes. Hasta que
vino un hombre sabio y le dijo a los que conversaban sobre esto: «Yo se exactamente
cuánto dejó este señor». «¿Cuánto dejó?» Preguntaron todos, intrigados de que tuviera el
dato exacto. Y el hombre dijo: «Lo dejó TODO. Nadie se lleva nada de este mundo».
Hay que reconocer que esta visión de las cosas es un poco pesimista. Según esto, sólo los
ancianos llegan a tener una fe auténtica. Sin embargo, creo que tiene mucho de verdad.
Vamos a tientas, poniendo nuestra fe en miles de cosas que no son Dios. Y muy lentamente,
nos vamos abriendo a una confianza plena en la acción del Señor en nuestras vidas. La
celebración de hoy es un excelente momento para preguntarnos por nuestra fe. Para
preguntarnos por aquello en que hemos puesto nuestra confianza. ¿Dónde están nuestras
seguridades? El resucitado sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo”.
La pregunta que tenemos que hacernos hoy es si creemos, efectivamente, que hemos
recibido el Espíritu Santo en nuestro bautismo y si lo seguimos recibiendo cada día a través
de los sacramentos, como el regalo más precioso que nos dejó el Señor. No deberíamos
esperar a estar ya al borde de la muerte para vivir una fe que sea capaz de soltarse de todo
para dejarse llevar por Dios. Para creer en el Espíritu Santo que el Señor nos regaló.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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