Solemnidad. Domingo de Pentecostés
“Como el Padre me envió, así también yo os envío: reciban el Espíritu
Sano”
Celebramos hoy la gran solemnidad de Pentecostés. Aunque, en cierto sentido,
todas las solemnidades litúrgicas de la Iglesia son grandes, esta de Pentecostés lo
es de una manera singular, porque marca, llegado los 50 días, el cumplimiento del
acontecimiento de la Pascua, de la muerte y resurrección del Señor Jesús, a través
del don del Espíritu del Resucitado. La Iglesia revive lo que aconteció en sus
orígenes, cuando los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén,
“perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la
madre de Jesús, y con sus hermanos” ( Hch 1, 14).
Estaban reunidos en humilde y confiada espera de que se cumpliera la promesa del
Padre que Jesús les había comunicado: “Serán bautizados con Espíritu Santo,
dentro de no muchos días… Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que va a venir
sobre ustedes” ( Hch 1, 5.8).
Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia; es un acontecimiento que le dio,
por decirlo así, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta ‘forma’ y este
‘impulso’ siempre son válidos, siempre son actuales, y se renuevan de modo
especial mediante las acciones litúrgicas.
La Palabra de Dios que hemos escuchado no dice que sólo puede existir la unidad
con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua
nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés.
Cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y
la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada
uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El
miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y
comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender el
anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división e
indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana.
Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más
cercanos los unos a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y
las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre
las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que con
frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez más
complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos diarios en los
que nos parece que los hombres se están volviendo más agresivos y huraños;
comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio yo, los
propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir la
unidad que tanto necesitamos?
El Espíritu nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en
ella, a comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en
nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el
‘nosotros’ de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así resulta
más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres
quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En
cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu,
que los sostiene y los une.
“Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne” ( Ga 5, 16). San
Pablo nos dice que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por
una división, entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden del
Espíritu; y nosotros no podemos ser al mismo tiempo egoístas y generosos, seguir
la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio
desinteresado.
Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo podemos hacer de modo
auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo -como hemos escuchado-
enumera las obras de la carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como
enemistad, discordia, celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no
permiten vivir de modo verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una
dirección que lleva a perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía
hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de
una vida divina que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: “El fruto del
Espíritu es: amor, alegría, paz” ( Ga 5, 22).
Que el Espíritu Santo nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir
nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia, por
intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, Patrona de nuestra Diócesis
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)