Ciclo ABC: Solemnidad. Domingo de Pentecostés
Mario Yépez, C.M.
Dejemos actuar al Espíritu
Pentecostés, era una fiesta judía que pasó de ser el ofrecimiento de las primicias de
los frutos de la tierra a la celebración de la entrega de la Ley en el Sinaí. Es obvio,
que Israel necesitaba darle un fundamento religioso a sus fiestas, por lo que
después de cincuenta días después de la Pascua, se regocijaban por la
consolidación de la alianza en la Ley, signo fehaciente de la relación de Dios son su
pueblo. La comunidad cristiana también fue encontrando este vehículo de
profundización en la fe de un Dios que irrumpe en la historia y comprenden el
nacimiento de la misión de la Iglesia en el marco de esta fiesta judía de
Pentecostés. Jesús cumplió su misión de salvar a los hombres y es preciso que
volviera al Padre. Irrumpe, entonces, la misión de la naciente comunidad cristiana,
pero no se realiza como una acción sin más, sin horizonte, sin sentido.
A los discípulos de Jesús se les entrega la fuerza del Espíritu Santo, actor principal
de la evangelización para Lucas en su obra de los Hechos de los apóstoles. Es
evidente, que hay una nueva “entrega”, lo que indica una nueva manera de
comprender la relación con Dios. Y ésta, consiste en la ampliación del mensaje
salvífico a todas las naciones. La descripción del acontecimiento evoca la presencia
reveladora de Dios en el Antiguo Testamento, pero se personifica de tal manera que
estamos ante una presencia renovadora que capacita a los sencillos galileos en
locuaces comunicadores de las “grandezas de Dios” para todos los pueblos. La
Jerusalén de los peregrinos, centro religioso universal, pasa a ser el símbolo de una
misión abierta y necesaria impregnando de asombro ante lo que sucede y que
significa para la naciente comunidad identidad y tarea.
Pablo se preocupa vivamente por aclarar la acción del Espíritu Santo en la vida de
los creyentes. El apóstol vio necesaria la organización de las comunidades que
florecían especialmente en el mundo gentil, pero empieza a ser consciente de los
riesgos que esto podía implicar. La autoridad y el gobierno muchas veces se
proyectaba desde la visión propia del mundo de la época, pero es necesario
cambiar la perspectiva de esta manera de comprender los diversos ministerios que
empiezan a surgir en las nacientes comunidades. Pablo, por tanto, recuerda que lo
que da equilibrio no sólo a la cuestión de autoridad en la comunidad sino a la propia
fe del creyente, es la aceptación del único Espíritu que es todo en todos. El objetivo
es crecer juntos en la fe, es un beneficio común y esto es lo que hace posible que
siendo diferentes y colaborando en diversos ministerios con los carismas del
Espíritu podamos asemejarnos a Cristo. La gracia del Espíritu hizo posible
comprender que la manifestación salvadora no podía ser circunscrita a un pueblo
sino a todas las naciones y sin ninguna diferenciación de condición. Pablo es muy
arriesgado al lanzar estas afirmaciones que rompían de algún modo los estatus
sociales de la época, pero considera importante reflexionar que hay algo que está
mucho más allá de nuestra comprensión humana y que sólo con la gracia del
Espíritu se puede entender. No hay judíos ni griegos, no hay esclavos ni libres, para
quienes hemos recibido y hemos bebido un mismo espíritu. Sólo hay entre
nosotros, hermanos en Cristo.
La comunidad joánica tenía una especial atención a la acción del Espíritu y esto
queda muy bien reflejado en los diversos pasajes en que se alude a su presencia en
medio de los discípulos de Jesús. La insistente promesa de Jesús de este “Paráclito”
en el discurso testimonial de la Cena, se hace realidad en Juan en este relato de
aparición. La presencia del Espíritu en medio de la comunidad creyente no sólo está
para recordar lo que Jesús les había enseñado sino también la continuidad de la
acción reveladora del plan de Dios a futuro. Llama la atención el contraste entre el
miedo de los discípulos y el regocijo que tienen ante la aparición de Jesús en medio
de ellos. La salutación de paz, no es un mero saludo de encuentro, sino la
identificación de la nueva realidad en la que se encuentran los discípulos en Cristo
resucitado, corroborada con el soplo que evoca al Génesis, con la creación del
hombre. Esto los capacita para ser anunciadores de la verdad de una nueva
relación con Dios en Cristo. Por ello, la insistencia de continuar la acción
misericordiosa de Dios en las propias relaciones comunitarias y en esto, se señala
una autoridad comunitaria importante. Para Juan es vital entender que por encima
de las normas convencionales naturales hay una ley implícita refrendada
justamente en este gran discurso de la cena y es el mandamiento del amor. El
poder de esta expresión en que Jesús entrega el Espíritu Santo no tiene nada que
ver con un capricho de perdonar o retener los pecados por criterio humano, tiene
un alcance mucho mayor que disponer a discreción de algo que se ha recibido. Para
Juan el juicio está en el creer y de tal manera la fuerza del amor no sólo puede ser
capaz de perdonar, sino que a la luz de la propia negación y consecuente retención
de los pecados, pueda favorecerse un llamado apremiante de esperanza: la
apertura a la perspectiva salvífica de la reconciliación; y que la Iglesia la ha tratado
de profundizar y plasmar en la grandeza de la gracia misericordiosa del perdón de
Dios.
El Espíritu Santo, presencia de Dios en medio de la Iglesia y del mundo, no puede
tener otro efecto que el beneficio común de los creyentes, y la superación de toda
barrera que pueda ir en contra de la Buena Noticia de la salvación de Cristo.
Pentecostés es la fiesta de una “nueva entrega”, es decir, de una nueva irrupci￳n
de Dios en la historia, donde se anhela nuevamente restaurar la humanidad en
aquella unidad originaria y que adopta una condición salvífica con Cristo. Y esta
misión es continuada por la Iglesia, abierta para el mundo. Esta quizá sea la razón
de que muchas no sea comprendida en plenitud, y es que también para nosotros
mismos muchas veces puede resultarnos tan confuso. No hay misión y tarea sino
dejamos actuar al Espíritu; cerramos la acción del Espíritu cuando distorsionamos la
verdad de su presencia que se traduce en apertura y no en cerrazón. Hemos
cometido muchos errores a lo largo de la historia de la Iglesia, quizá también a
futuro los cometamos, pero no perdamos de vista que incluso con nuestros
pecados, su acción eficaz en tantos corazones de buena voluntad y de fe siguen
testimoniando que hay un nivel tan alto y tan noble que puede ayudar a muchos a
encontrase consigo mismo y encontrarse con Dios. Lo que tenemos que hacer como
Iglesia hagámoslo con todo nuestro tesón y esmero, cuando veamos que nos
aferramos a nuestras convicciones y pareceres, tengamos la suficiente valentía de
dejar actuar al Espíritu y aún a pesar de que nos resistamos de tal modo, oremos
para que el Espíritu sea quien en definitiva sople según su voluntad. Y esto
sabemos que siempre lo hace, sorprendiéndonos muchísimo. No sólo confirmemos
con el salmista aquello de: “envías tu aliento y los recreas, y repueblas la faz de la
tierra”, sino aportemos y dejemos que de verdad esto se haga realidad. Así tu vida
y la mía puede ser reflejo de aquello que también proclama el salmista: “que le sea
agradable mi poema y yo me alegraré con el Se￱or”.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)