Ciclo C: Solemnidad. Santísima Trinidad
Rosalino Dizon Reyes.
Eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que viváis en comunión con
nosotros (1 Jn 1, 3)
Los elegidos por Jesús para ser sus testigos en los comienzos de la Iglesia
compartieron con otros su experiencia con él. De su aportación, transmitida de
generación en generación como Tradición Apostólica y Sagrada Escritura, se ha
servido Jesús para suscitar de entre nosotros gente que crean sin ver. Formaba
parte de su testimonio la profesión de fe en la Santísima Trinidad.
No usaron «Trinidad» ni las sentencias doctrinales que más adelante formularía la
Iglesia—no sin altercado y discusión—a fin de profundizar y precisar su
conocimiento. Más que conocimiento tenían. Estaban dotados de sabiduría, soul
(como en música soul): su conocimiento resultó de su convivencia con Jesús;
vivían asimismo según su conocimiento, todos pensando y sintiendo lo mismo, y
poseyendo todo en común.
Así que básicamente les bastó a los primeros cristianos con convivir con Jesús—
escándalo, locura y debilidad para los mundanos, pero para los llamados, fuerza y
sabiduría de Dios. Adictos a su Maestro que habló de un solo Dios, aceptaron tanto
la aclaración: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre», como la promesa: «Yo
le pediré al Padre que os dé otro defensor». Tomaban por doctrina segura la
afirmación de que pueblos reconciliados por Cristo tienen acceso al Padre en un
mismo Espíritu y que los bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo forman un solo cuerpo.
No fueron estos testigos como esos que se ofendieron cuando oyeron: «El Padre y
yo somos uno», ni como aquellos que rehusaron dar crédito al Espíritu Santo por
los exorcismos de Jesús. Dichos compenetrados con Jesús, a causa de su
convivencia con él, no concordaron tampoco ni con los conservadores—con motivo
de dividir e imperar y promover sus propios intereses—de las distinciones entre
personas.
Semejante compenetración nos debe bastar también a los que pretendemos ser
hoy día testigos de Jesús, del que, muriendo por los impíos, se constituyó la mejor
prueba del amor de Dios, «derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo
que se nos ha dado». Mediante el Espíritu convive aún Jesús con nosotros. No
somos huérfanos. El Espíritu es el cumplimiento de la promesa de Jesús de estar
siempre con nosotros.
El Espíritu nos enseña todo y nos guía a la verdad plena; nos recuerda las palabras
de Jesús y nos hace capaces de abrazar enseñanzas difíciles de comprender y
practicar. Con su unción no necesitamos a nadie que nos enseñe. Nos comunica lo
que recibe de Jesús, quien a su vez todo lo recibe del Padre. Y si realmente
convivimos con Jesús, amándole y guardando su palabra, el Padre nos amará y
vendrán los dos y harán morada en nosotros.
Quienes tienen tal experiencia de Dios, sí, la compartirán con otros. Formando con
gente diferente y diversa una comunidad de creyentes, reflejarán al Dios uno y
trino, por su constancia en vivir de acuerdo con el testimonio apostólico, en la
comunión, en participar de la Cena del Señor, en las oraciones, en asistir a los
pobres, en el respeto cordial (IX, 145-160).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)