“¡Animo, levántate! Él te llama”.
Mc 10, 46-52
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
LA BONDAD MISERICORDIOSA DE JESÚS, QUE NOS HA HECHO
COMPRENDER QUE DIOS ES PADRE
Hasta el hombre distraído y superficial se da cuenta de que el cielo estrellado, un
jardín en flor, la extensión del mar o un pico rocoso son bellos de ver y suscitan
admiración. No bastan ni una apreciación estética, ni un conocimiento natural. Es
preciso ir más allá del fenomenólogo y del científico para abordar el origen de todo.
Hacen falta unos ojos limpios que sean capaces de penetrar en el dato exterior y
llegar al «misterio».
La primera lectura nos enseña a percibir la realidad que se oculta bajo lo que se
manifiesta. La belleza de lo creado es fruto de la Palabra de Dios y de su próvido
amor, que mantiene, regula y hace vivir todo. Se trata de un concepto importante,
fundamental, hasta tal punto que la idea de Dios creador abre nuestra profesión de
fe: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra».
Además de reconocer en él la causa del universo (que no se ha hecho por sí mismo,
ni por simple evolución), afirmamos que es Padre. La creación es una obra de
amor: es su Providencia, que lo rige todo y lo guía todo hacia la plenitud.
La bondad misericordiosa de Jesús, que nos ha hecho comprender que Dios es
Padre, nos ha abierto unos ojos limpios para reconocer todo esto. Jesús está
dispuesto a abrirnos los ojos si, como Bartimeo, somos capaces de gritarle: « ¡Hijo
de David, Jesús, ten compasión de mí!». Este ciego, en realidad, «ha visto bien»,
puesto que se ha dirigido a aquel que podía resolver su problema. Lo ha hecho con
insistencia, superando las resistencias de la gente. Obtiene la vista física, pero
también un mayor conocimiento de quién es Jesús, al que sigue después: «Y al
momento recobró la vista y le siguió por el camino».
Nosotros, antes que nada, debemos convencernos de que somos ciegos o, al
menos, de que tenemos cataratas en los ojos. Necesitamos que el Señor nos
restituya la vista para ver el bien, para admirar su obra de amor, para ser cada vez
más poetas que cantan la vida y admiran el cielo, espejo de la belleza y del amor
divinos.
ORACION
Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
Vestido de majestad y de esplendor,
envuelto en un manto de luz,
tú despliegas los cielos como una tienda
y construyes tus aposentos sobre las aguas;
haces de las nubes tu carroza,
avanzas sobre las alas del viento;
tomas a los vientos por mensajeros,
a las llamas ardientes por servidores.
Asentaste la tierra sobre sus cimientos
y permanecerá inconmovible por siempre;
le pusiste el océano como vestido
y las aguas cubrían los montes.
Pero a tu bramido, las aguas huyeron;
al fragor de tu trueno, se retiraron:
subieron a los montes, bajaron por los valles,
ocuparon el lugar que tú les señalaste.
Les pusiste una frontera que no deben pasar,
para que no vuelvan a cubrir la tierra.
De los manantiales sacas los ríos
que corren entre las montañas;
en ellos beben todas las bestias del campo
y los asnos salvajes apagan su sed.
En sus riberas anidan las aves del cielo,
que dejan oír su canto entre las frondas.
Desde tus aposentos riegas las montañas,
con tu acción fecundas la tierra.
Haces brotar la hierba para el ganado
y las plantas que el hombre cultiva
para sacar el pan de la tierra
y el vino que alegra a los hombres,
el aceite que hace brillar su rostro
y el alimento que los conforta.
Los árboles del Señor quedan bien regados,
los cedros del Líbano que él plantó.
En ellos anidan los pájaros,
en su copa pone su morada la cigüeña;
en los riscos habitan las cabras monteses,
en las rocas tienen su madriguera los tejones.
Hiciste la luna para marcar los tiempos
y el sol que conoce el momento de su ocaso;
derramas las tinieblas y llega la noche,
en la que rondan las fieras de la selva;
los leoncillos rugen por la presa,
pidiéndole a Dios su comida.
Sale el sol y ellos se retiran,
van a sus guaridas a tumbarse.
El hombre entonces se dirige a su faena,
a su trabajo, hasta el caer de la tarde.
¡Cuántas son tus obras, Señor!
Todas las hiciste con sabiduría,
la tierra está llena de tus criaturas.
Ahí está el vasto y anchuroso mar,
hervidero de animales incontables, grandes y pequeños.
Lo surcan los navíos y, también, el Leviatán,
a quien formaste para que jugase en él.
Todos, Señor, están pendientes de ti
y esperan que les des la comida a su tiempo.
Tú se la das y ellos la toman,
abres tu mano y quedan saciados.
Más si ocultas tu rostro, se estremecen;
si retiras tu soplo, expiran y vuelven al polvo.
Envías tu espíritu, los creas
y renuevas la faz de la tierra.
Gloria al Señor por siempre,
pues el Señor se alegra por sus obras.
El Señor mira a la tierra y ella tiembla,
toca las montañas y echan humo.
Cantaré al Señor toda mi vida,
tocaré para mi Dios mientras exista.
¡Ojalá le sea agradable mi canto!
Yo pondré mi alegría en el Señor.
¡Que se acaben los pecadores en la tierra,
que los malvados dejen de existir!
¡Bendice al Señor, alma mía! ¡Aleluya!
(Salmo 104).