Homilía de Mons. Ruben Oscar Frassia - CORPUS CHRISTI
Parroquia Nuestra Señora del Rosario –Avellaneda Lanús
01 de junio de 2013
Queridos sacerdotes, diáconos, diáconos permanentes, religiosos, religiosas;
queridos seminaristas.
Querido pueblo fiel y todos los aquí presentes, en esta celebración del Cuerpo y la
Sangre de Cristo que nos reúne y nos convoca en el Señor.
Vamos a recordar una frase del Evangelio donde Jesús nos dice “Yo soy el
camino, la verdad y la vida” , ya que Él es nuestra única referencia y en Él
encontramos cabida. Fijémonos que todo converge, concluye y se resume en el
misterio de la Pascua: Cristo, haciendo la voluntad del Padre, se entrega en
sacrificio por amor a Dios y por amor a la humanidad.
En ese sacrificio de Amor, en ese acto de obediencia al Padre, en esa entrega libre,
Cristo nos consigue la salvación. Pero anticipando ese sacrificio ha querido
quedarse en la Eucaristía y está presente ya, que el sacrificio de la cruz y la
Eucaristía, son el mismo misterio. Cuantas veces celebramos la Eucaristía, estamos
celebrando el sacrificio de Cristo. Una sola vez para siempre porque todo lo que
hace Cristo tiene un valor eterno. Por eso decimos: una sola vez, para siempre.
Participar de la Eucaristía, en la presencia constante y permanente del Señor, nos
lleva a otra consideración. Esa Eucaristía es firme alimento y nos invita, nos lleva, a
una promesa: “quien come mi cuerpo, quien bebe mi sangre, aunque
hubiera muerto, vivirá.” Recibir a Cristo en la Eucaristía nos hace participar en
su gloriosa resurrección, vamos a resucitar con Él y vamos a vivir como
resucitados. Y aunque algunos no lo podrán recibir porque están en condiciones
irregulares, podrán acercarse espiritualmente a Jesús porque está allí presente.
Memoria y promesa: Dios, en Cristo, nos hace participar porque, al ser su Pueblo
Santo, nosotros estamos participando y celebrando del mismo misterio de Dios. De
allí que podemos afirmar -si tenemos fe y si creemos- que cuando leemos la
Palabra de Dios esa Palabra de Dios nos transforma; transforma el corazón y
nuestra vida. Si tenemos fe, cuantas veces nos acercamos a Cristo en la Eucaristía,
su amor en nosotros transforma también nuestra vida.
Observemos qué relación tiene una cosa con otra: el sacerdote al recibir por medio
de su Obispo ese poder sagrado, que es transformar ese pan en el Cuerpo del
Señor y ese vino en la Sangre del Señor, esa situación se llama transubstanciación.
Se cambia totalmente: ya no hay más pan, está el Cuerpo aunque tenga resabios
de trigo y de harina, no es más pan. Es el Cuerpo del Señor. Lo mismo sucede con
el vino, ya es la Sangre de Jesucristo.
Esa transformación, esa transubstanciación sagrada, también tiene que repercutir
en nosotros. Cuando recibimos a Jesús, o celebramos y consagramos como
sacerdotes la Santa Misa, y cuantas veces comulgamos, no asimilamos a Cristo a
nosotros, ¡nosotros somos asimilados a Cristo! Por lo tanto, si tenemos fe, si
recibimos al Señor, si creemos que está presente, ¡nuestra vida tiene que
transformarse!, ¡no puede quedar igual! No por nosotros ni nuestras decisiones, no
por nuestra inteligencia ni nuestras capacidades, sino porque es la fuerza de Cristo
que está en esta comunión y nosotros lo recibimos. Y si Dios nos toca, no podemos
quedar igual; porque si nos toca y quedamos igual, estamos diciendo y confesando
que tenemos poca fe. Y porque tenemos poca fe, quedamos igual.
El misterio, en el que somos invitados y llamados, es algo contundente. Es el amor
de Cristo que se quiso quedar presente en medio de nosotros. Si Cristo quiso
quedarse presente en medio de nosotros, es para que nosotros no pongamos
excusas. Para que ninguno diga “no puedo”, “no tengo fuerzas”, “es imposible”.
¡La cultura del mundo está tan mal que también los católicos y los cristianos
tenemos derecho a estar mal!
¡Si viven una vida superficial, tenemos también derecho los cristianos a vivir
superficialmente!
¡Si viven mundanamente, también nosotros tenemos derecho a vivir así!
¡Si todo el mundo lo hace, ¿por qué no lo hacemos nosotros?!
¡Si todo el mundo vive así, ¿para qué te vas a preocupar?, ¿para qué te vas a
complicar la vida?!
Si nosotros reconocemos al Señor, si sabemos que está presente, tenemos motivos
para pensar distinto, para vivir distinto y obrar de manera distinta. El tema no es
que Dios no tenga fuerza, somos nosotros los que no lo dejamos obrar. Dios tiene
fuerza.
Por eso nosotros, como cristianos, no nos podemos dar el lujo de vivir como
derrotados, como vencidos, de arrastrar la vida como un carrito o una mochila por
fuera, ¡no tenemos derecho a arrastrar la vida! El Señor nos da motivos suficientes
para poder vivir de una manera distinta
La Eucaristía -que es el sacrificio de Cristo- y la adoración -que es la
contemplación- ambas realidades no se contraponen una contra la otra. Cuando
reconocemos a Jesús que está presente, recibimos el alimento sagrado, recibimos
la fuerza y recibimos la luz para no quedar en la oscuridad y en las tinieblas.
La Eucaristía, el Cuerpo del Señor, es la razón fundante de nuestra misión. La
apostolicidad y la fuerza que tiene la Eucaristía, pueden transformarnos,
transformar a las familias, a la Iglesia, a la sociedad. Ciertamente, tener fe y ser
creyente nos hacen vivir de un modo coherente ambas realidades. Ciudadanos del
cielo pero peregrinos en la tierra.
La Eucaristía no nos hace un baño de espiritualidad liviana, para que nos sintamos
bien, para que estemos más tranquilos, para poder dormir cuando tenemos
insomnio, como si fuera un antídoto para curar nuestras enfermedades, ¡no es así
la Eucaristía!
La Eucaristía es el verdadero alimento. Recibimos a Dios. Se nos entrega Dios. Pero
nos envía, nos manda ¡a la coherencia de lo que es vivir en el amor! Ahí está el
misterio. En Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, ambas realidades están
en Él sin ninguna confusión: lo divino en lo humano, lo humano en lo divino. ¡Ahí
tenemos un motivo y un criterio pastoral de vida!
Desde la Eucaristía, desde el amor de Dios, no puedo ignorarlo pero tampoco puedo
negar a mi hermano. ¡No puedo olvidar a Dios, pero tampoco puedo dejar de lado a
mi hermano! Si alguien está cansado, hoy diríamos “estresado”, por tantas
tensiones ¿no será que pensamos, a la larga, que la síntesis y el resumen del
misterio de nuestra vida, depende de nosotros? ¡NO!, no depende de nosotros.
¡Depende de Cristo! Y es Cristo, el Señor, que nos da las fuerzas para que
recuperemos la alegría, la paz, el entusiasmo, la serenidad y el servicio.
Hoy, agradezcamos a Jesús por el amor que nos tiene, por la misericordia que nos
tiene, por la ternura y por la cercanía que Él nos deja. Está en medio de nosotros.
Está dentro de nosotros. Camina con nosotros.
Agradezcámosle porque sin la Eucaristía la Iglesia no puede vivir.
Sin el misterio de Cristo, la Iglesia no tiene sentido.
Sin la victoria del resucitado, no tendría sentido la Iglesia.
Y cuando decimos “la Iglesia o tiene sentido”, tampoco nosotros tenemos sentido
porque, ciertamente, si Cristo no resucitó inútil es nuestra fe.
Que el Señor, en la Eucaristía, nos ayude a transformar también nuestra vida, para
vivir en la verdad, para vivir en el amor, para vivir en la libertad y para vivir, sobre
todo, en un servicio creativo del que uno no se cansa jamás.
Que así sea.