X Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Pautas para la homilía
¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!
Iba Jesús camino de una ciudad...
Los contextos de los relatos evangélicos son siempre importantes. En este, nos
encontramos a Jesús con sus discípulos de camino a la ciudad de Nain. Como
siempre que el evangelio habla, cabe una lectura concreta de lo que dice -estaba de
camino...- y otra que nos diga más cosas de lo leído a simple vista.
El camino es en los evangelios siempre una disposición de ánimo, no sólo
movimiento. Seguir a Jesús es así dejarse ganar por esa disposición que nos saque
de nosotros mismos, que nos deje sorprendernos por lo inesperado, que nos saque
de nuestros propios esquemas mentales y deje a Dios actuar con la plena libertad.
Se trata en definitiva de no poner nuestras ideas, nuestras concepciones, nuestras
palabras como suyas, no hacernos un Dios a nuestra propia medida, sino dejar que
Dios sea Dios y nos lleve por sus caminos... ponernos en camino tras Jesús, optar
por el movimiento, por el cambio, por la conversión, no por la quietud estática del
que se queda igual que estaba... como le sucedió al Apóstol Pablo tal como nos
cuenta de sí mismo hoy en su carta a los Gálatas.
...sacaban a enterrar un muerto, hijo único de su madre...
La muerte del hijo único de una viuda, no significaba solamente el dolor por la
pérdida, el sufrimiento de una madre al perder a su hijo, que obviamente es así.
Junto al dolor humano, se unía la situación de indefensión social y económica a la
que tendría que enfrentarse esa mujer: marginación, hambre, pérdida de los
pobres recursos que pudiera su hijo aportar... sufrimiento unido al sufrimiento
humano de una madre por la muerte de un hijo. Muerte sobre muerte. Dolor sobre
dolor.
Y es que a muchas formas de muerte se enfrenta el ser humano además de la
muerte física. Muchos tipos de sufrimiento caben bajo el sentido profundo de la
muerte: la marginación, el miedo, la desigualdad, la injusticia, la angustia... La
muerte además de ser el umbral del misterio, el miedo y la pérdida humana, tiene
otros rostros. Muchas formas de muerte y de dolor nos acechan, además de las
impuestas por la naturaleza: la injusticia, el egoísmo, las decisiones erradas, el
pecado, la violencia... En un tiempo de crisis como el que ahora nos azota lo vemos
a nuestro alrededor: paro, desahucios, crisis, problemas económicos, corrupción,
problemas políticos, familiares, tristeza, depresión... son hoy formas de dolor y
muerte.
Ante ello cabe la posibilidad de la desesperación, de la angustia. No ver salida, no
saber cómo ni qué hacer... Pero cabe optar también por la esperanza. Para el
creyente no está nada dado por perdido. Leía en las redes sociales estas semanas
un mensaje de esperanza que no se puede perder de vista: Al final todo saldrá
bien... y si no ha salido bien, es que aún no es el final. La actitud del cristiano, la
actitud que muestra Jesús ante el dolor es precisamente ésa, el mensaje de su
vida, de su Resurrección es precisamente ése: la muerte, el dolor, el sufrimiento no
son absolutos. No son minimizables, y sería irresponsable e inhumano hacerlo. Pero
la vida vence a la muerte. El bien sale a la luz por encima del mal. La vida tiene la
última palabra. Siempre. Aunque el mal exista, el bien, al final, vence.
Al verla, le dio lástima y le dijo: No llores
Y eso es así precisamente porque la característica central de Dios para con los seres
humanos, para con sus hijos, es la de la compasión. A Dios le afectan las
circunstancias y el dolor humano. Como Padre, sufre con los que sufren, siente
lástima, ternura, compasión, empatiza con el hombre, la misericordia llena su
corazón de padre. Dios se deja afectar por el sufrimiento humano. Ese tierno "no
llores" de Jesús parece que resuena en la voz de los que alguna vez nos lo han
dicho a nosotros, o en nuestra propia voz al decirlo a alguien. En ese "no llores"
está la voz conmovida de Dios. Jesús, como hijo de Dios, nos muestra esa actitud
profunda que nos dice cómo es Dios. El que se apiada, el que se compadece, el que
siente lástima del dolor y del sufrimiento de las personas. Un Dios que ha creado el
mundo, que ha dado la vida, que ha hecho cuanto existe para que el hombre lo
disfrute, para que viva en plenitud, para que se desarrolle, para que celebre y cante
y ría. Un Dios de vida y alegría, que no mira a otro lado cuando el sufrimiento se
presenta en la existencia. Al revés. Que sufre cuando su proyecto de vida se tuerce
para el hombre. Un Dios que se compadece de la muerte, el dolor y el sufrimiento…
y que interviene para que el dolor y la muerte no tengan la última palabra en la
vida humana. No se queda quieto y lejano, ajeno, sino que se implica en la vida
humana. Movido por la compasión, actúa. El amor de Dios por sus hijos, le mueve a
llevarles vida.
¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!
¿Y Cómo interviene ese Dios? ¿Cómo restaura la vida, cómo hace para que triunfe
el bien y la bondad y la alegría y la belleza? Porque no se me oculta, y sería
inhumano e irresponsable hacerlo, que el mal y la muerte y el dolor continúan
existiendo, que no se han acabado aún, que son parte de esta vida. Y sin embargo
el misterio del mal y de la muerte y del dolor no se enfrenta con el Dios de la vida,
pues a fin de cuentas, lo creado es en sí mismo un límite. Lo que se trata es de
vivir en ese límite con la actitud de la vida, vivir con la actitud de Dios mismo.
Es así que la intervención de Dios frente a ese mal primeramente se produce
trayendo esa esperanza. Si en tiempos antiguos lo hizo a través de profetas como
Elías, como nos cuenta la primera lectura, con Jesús es el mismo Dios el que viene
a mostrar los senderos de la vida. Nos muestra, con su propia vida, con signos
como hoy, pero también con su propia muerte, con la Resurrección, que nada de lo
que llena de dolor al ser humano, de sufrimiento y muerte, nada de eso tiene la
última palabra para Dios. Dios es un Dios de vida, no de muerte. Dios lleva consigo
la vida. Esa es la enseñanza paradigmática que Jesús muestra con la resurrección
del hijo de la viuda de Nain, Dios se compadece del dolor y la muerte y lleva
consigo la vida. La vida con Dios, se llena de vida.
Pero también nos muestra que ante la muerte y el dolor se puede hacer algo. Esa
es la segunda forma como interviene Dios, mostrando a los hombres que pueden y
deben hacer cosas para combatir la muerte y el dolor. Que nuestras manos son las
manos que tiene Dios para continuar llevando la vida al mundo, para intervenir
frente al dolor y la muerte. Obviamente lejos de nosotros está el devolver la vida
con un milagro, pero sí que podemos llevar vida y esperanza a otras situaciones de
muerte. Sí que podemos, como Jesús, como Dios, dejarnos ganar por la compasión
y buscar el modo de llevar vida y esperanza ante situaciones de sufrimiento y dolor
que a diario nos rodean y de las que somos espectadores.
Dios ha visitado a su pueblo
Y es que precisamente ése es el medio en el que Dios puede intervenir hoy en el
mundo. Es a través de nuestras manos y nuestras vidas como trabaja el Espíritu
Santo. Nosotros cristianos somos hoy la forma que Dios tiene de hacerse presente
en el mundo. Si nos encuentra dóciles, dispuestos, capaces de dejarnos ganar por
la compasión, seremos como Pablo, mensajeros de la vida de Dios, o como Elías.
Pero si por el contrario, no nos dejamos ganar por Dios, si seguimos con nuestros
propios esquemas mentales, con nuestras propias preocupaciones centradas en
nosotros mismos, entonces, lo que se desdibuja es el rostro de Dios mismo.
Me temo que desdibujar el rostro de Dios es en última instancia la razón por la que
el mundo no creyente tiene reparos frente a Dios. Cuando los cristianos no
mostramos precisamente con nuestra vida al Dios de la vida, cuando somos
condena en vez de esperanza, cuando somos parte del problema en vez de parte de
la solución, cuando en vez de alzar las manos para hacer algo contra el dolor, lo
que alzamos es la voz para condenar, denunciar, criticar… el Dios de la vida, el
rostro de Jesús, se desdibuja. Cuando no es significativa nuestra vida, cuando no
mostramos que con Dios la vida se llena de vida, y no generamos vida con nuestra
vida, sino que vamos, como decía el papa Francisco, con cara avinagrada y
condenatoria, entonces, lo que se pervierte es el mismo rostro de Dios, el mismo
mensaje del Evangelio, el mensaje de Jesús de que Dios es un Dios de vida, no de
muerte, que Dios es un Dios de esperanza, no de condena, que la vida y el bien
siempre vencen a la muerte y al dolor, que con Dios, la vida del hombre, se llena
de vida.
Fray Vicente Niño Orti
Convento Santo Tomás de Aquino "El Olivar" (Madrid)
Con permiso de: dominicos.org