X Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
HOSPITALIDAD Y DELICADEZA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Actualmente están de moda las ONGs que, dicho sea de paso, empiezan a ir de
capa caída, consecuencia, creo yo de algunos engaños que se han cometido,
amparándose fraudulentamente en algunas. Repito que están en boga y gozan de
eficacia. Ahora bien, hay que reconocer que se ha perdido una cualidad que estaba
vigente desde hace mucho tiempo en todas las familias: la hospitalidad. Se me dice
que hoy las viviendas son muy caras y que para eso están los hoteles y fondas. A lo
primero respondo que, como son costosas, es frecuente que se tenga una segunda
residencia en la montaña o cerca de la playa, eso sí, de diminuta superficie. A lo
segundo contesto, que estos establecimientos, mesones, albergues, paradores etc.
deberían responder a aquellas situaciones que los hacen imprescindibles.
Antiguamente no faltaba en ningún piso el cuarto de huéspedes. Hablo con
conocimiento de causa, por eso os he dirigido esta larga parrafada a vosotros, mis
queridos jóvenes lectores.
Situémonos ahora en el texto de la primera lectura de este domingo. La buena
señora había preparado y puesto a disposición del hombre de Dios, el profeta Elías,
una habitación acogedora y a la vez un poco aislada, que le permitiese descansar y
cultivar su vida interior. Pero el hijo de la propietaria murió y ella se quejó al
profeta, como tanta gente se queja a Dios en la primera situación adversa en que
se encuentra. Elías no escurre el bulto. Se siente responsable y logra, mediante su
oración acompañada de gestos expresivos, que el muchacho vuelva a la vida. Amor
con amor se paga, dice el refrán, y es de justicia que así sea.
Seguramente que vosotros, mis queridos jóvenes lectores, no podéis levantar en la
azotea de vuestra casa un pequeño estudio, que esté a disposición del familiar que
os visita, del peregrino, del amigo o de la simple persona que, providencialmente,
se cruza en vuestra vida. Pero la hospitalidad en grado menor, sencilla generosidad,
sí que la podéis ejercer. Muchos de los cacharritos que poseemos, no los
necesitamos continuamente y, mientras tanto, otros se pueden beneficiar. Un
ejemplo que tal vez no sea responsabilidad vuestra, pero que es clarísimo, es la
posesión de una lavadora, aparato muy apto para compartir con otras personas,
vecinas o no, sin que os impida continuar sirviéndoos vosotros de ella. Ahora os
pongo un ejemplo mío personal. Eran otros tiempos y otras situaciones. Tenía yo
una máquina de retratar y pude adquirir otra que me prestaba mejores servicios.
Pensé al principio, vender la antigua, pero me di cuenta de que la actitud cristiana
era conservarla, para poderla dejarla a los demás (para que entendáis mi decisión,
eran tiempos que se decía que la estilográfica, la cámara fotográfica y la esposa, no
se prestaba a nadie). Pese a que hoy estos cacharritos, de una u otra forma,
abunden y no sea preciso prestarlo a nadie, creo entenderéis mi experiencia, que
formó mi criterio para siempre, respecto a lo que pudiera poseer.
El Concilio Vaticano II dice que la casa del sacerdote debe estar abierta a todo el
mundo, y yo he procurado ser fiel a esta enseñanza. He creído que no se trataba de
tener la cancela desplegada y un techo que protegiera de la intemperie. He
procurado que encontraran alimentación, compañía y el sustento espiritual que es
la Palabra de Dios. Tengo más de 500 ejemplares de la Biblia en muy diversas
lenguas, al servicio del visitante. Dicho esto, os debo confiar que en mis correrías
me he encontrado que, en ciertos rincones, ni se podía plantar la tienda de
campaña, ni había un triste albergue. Mi oración a Dios ha sido siempre: Señor, que
encuentre en algún sitio la acogida que los demás tienen en mi casa. Y la respuesta
ha sido positiva. Gracias a Dios hay gente hospitalaria y la portentosa imaginación
de Dios me ha permitido encontrarla.
Respecto a la lectura evangélica de la misa de hoy, os he de confiar que el milagro
de Jesús que en ella se narra, me trae antiguos recuerdos. Me preguntaron por este
milagro, cuando en Burgos me examiné de ingreso al bachillerato. Era un sábado y
correspondía precisamente al evangelio de la misa del día siguiente. Tenía once
años y, pese a conocerlo, mis nervios aprisionaron de tal forma mi memoria, que
no supe contestar (como las otras respuestas fueron correctas, me aprobaron.
Nunca lo he olvidado). Treinta años después, en mi primer viaje a Tierra Santa,
tuve mucho interés en visitar Naín y, cual fue mi decepción, al comprobar que era
una población de mala muerte y que solo una iglesita, cuya llave de entrada la
conservaba una familia musulmana, recordaba este prodigio. Hoy en día ha crecido
mucho el pueblo y a penas se distingue este edificio cristiano, apretujado entre
otros más altos.
Comento brevemente el texto. La mujer era viuda, se le había muerto su único hijo,
al que llevaban a enterrar. Desde allí mismo, desde Naín, se distingue Nazaret, que
está a pocos kilómetros y en terreno más elevado. Jesús pensaría: dentro de poco,
mi madre viuda me verá morir y yo he de ser fiel a los proyectos del Padre, así que
no podré evitarle el sufrimiento. No será posible impedirlo, pero la pena de esta
buena mujer, sí que entra en mi misión. Con delicadeza y decisión, detiene a la
comitiva y retorna la vida al joven. Su madre lo recibiría como posteriormente
Santa María se encontraría gozosa con su Hijo resucitado. Así es el Señor. No lo
olvidéis, por mucho que cueste y no sepamos, o no podamos, entenderlo, en
muchas ocasiones.