PAN DEL CIELO ¿PARA TODOS?
Fiesta del Corpus Christi - C
El día comenzaba a declinar. Los Doce se acercaron para decirle: «Despide a la
gente para que se busquen alojamiento y comida en las aldeas y pueblecitos de los
alrededores, porque aquí estamos lejos de todo». Jesús les contestó: «Denles
ustedes mismos de comer». Ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos
pescados. ¿O desearías, tal vez, que vayamos nosotros a comprar alimentos para
todo este gentío?» De hecho había unos cinco mil hombres. Pero Jesús dijo a sus
discípulos: «Hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta». Así lo hicieron los
discípulos, y todos se sentaron. Jesús entonces tomó los cinco panes y los dos
pescados, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los
entregó a sus discípulos para que los distribuyeran a la gente. Todos comieron
hasta saciarse. Después se recogieron los pedazos que habían sobrado, y llenaron
doce canastos. (Lc. 9,11-17).
La multiplicación de los panes anticipa la Eucaristía, en la que se multiplica y se
sirve el Pan de la Palabra y el Pan de la Vida, que, desde la Última Cena, es
distribuido para salvación de los hombres en todos los tiempos y en todo el mundo,
aunque todavía de forma muy limitada.
La Última Cena fue la primera Misa. Jesús estaba para regresar al Padre y su
inmenso amor a los discípulos lo llevó a buscar una forma inaudita de quedarse con
ellos y con nosotros para siempre: la Eucaristía, en la que cumple a la letra su
promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
En la Eucaristía los fieles ejercen su sacerdocio real que el Espíritu Santo les confirió
en el bautismo, haciéndolos “pueblo sacerdotal”, “ofrenda agradable al Padre” en
unión con Cristo. Así comparten con Él la obra de la propia salvación y la salvación
de la humanidad.
En la Comunión se da la máxima unión entre Jesús y nosotros; una fusión como la
del alimento: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Quien coma de este pan,
vivirá para siempre” (Jn 6, 51). “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida” (Jn 6, 55). "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí
y yo en él" (Jn 6, 56). “Quien me come, vivirá por mí” (Jn 6, 57).
Todo el que comulga con fe y amor, puede en verdad decir con san Pablo: “Ya no
soy el que vive; es Cristo quien vive en mí” (Gá 2, 20). Y se cumple la consoladora
palabra de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto” (Jn 15, 5).
Creámosle a Jesús presente.
La comunión, unión real con Cristo, requiere y produce la comunión fraterna,
empezando por casa. No recibe a Cristo quien comulga y luego alimenta rencores,
violencia o indiferencia hacia el prójimo, con el que Cristo mismo se identifica:
“Todo lo que hagan a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hacen” (Mt 25, 40).
"Donde falta la fraternidad, sobra la Eucaristía", porque la ausencia de amor
fraterno destruye la Eucaristía, que es fiesta del amor divino y del amor humano. Si
los ojos de la fe y del corazón perciben a Cristo en la Eucaristía, también lo
percibirán presente en el prójimo.
Quien comulga sólo por rutina, sin amor a Cristo y al prójimo, tenga en cuenta la
advertencia de san Pablo: “Quien come y bebe indignamente el cuerpo y la sangre
de Cristo, se traga y bebe su propia condenación". (1Cor, 11,29). Decir o pensar
que se cree en Jesús, y llevar luego una vida contraria a la suya, es estar en su
contra: “Quien no está conmigo, está contra mí”. (Lc 11, 23).
Jesús, que mandó a los discípulos que dieran de comer a todos, instituyó la
Eucaristía para todos los hijos de Dios, hermanos suyos y nuestros, de todas las
latitudes y de todos los tiempos… "Esto es mi cuerpo entregado… y mi sangre
derramada por ustedes" (Lc 22, 19-20).
La Iglesia posee el tesoro sublime de la Eucaristía, sin embargo, multitud de
bautizados mueren de anemia espiritual ante la indiferencia de muchos discípulos
de Cristo, encargados de distribuir a todos el Pan de los Ángeles. ¿Será voluntad de
Jesús que la Iglesia reserve para tan pocos el Pan que él quiso para todos?
Gn 14, 18-20 - En aquellos días: Melquisedec, rey de Salém, que era sacerdote de
Dios, el Altísimo, hizo traer pan y vino, y bendijo a Abrám, diciendo: “¡Bendito sea
Abrám de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra! ¡Bendito sea
Dios, el Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos!” Y Abrám le dio el
diezmo de todo.
Abrám, padre de los creyentes que forman el pueblo bíblico de Israel, regresa de
una batalla victoriosa contra un ejército enemigo, y le sale al encuentro
Melquísedec, sacerdote no judío y rey de Jerusalén, quien bendice a Abrám de
parte de Dios, y bendice a Dios por la victoria de Abrám.
Ambos, no obstante las diferencias, creen en el mismo Dios. Desde entonces el
pueblo de Israel se asoció al pueblo de Jerusalén, al que se unió por un tributo de
alianza. Un buen ejemplo de ecumenismo fundamentado en el único Dios Altísimo,
ante el cual no cuentan las diferencias secundarias, sino la fe y el culto en espíritu y
en verdad.
Melquísedec, cuyo origen y fin se desconocen, sacerdote y rey, simboliza a Cristo
Sacerdote y Rey, Alfa y Omega, sin principio ni fin.
El pan y el vino que Melquísedec ofreció a los soldados de Abrám, simboliza el pan
y el vino que Jesús ofreció a los apóstoles en la Última Cena, y que se ofrece en
cada Eucaristía en todo el orbe, pero ya no como simple pan y vino, sino como
Cuerpo y Sangre de Cristo, que se entrega al pueblo y por pueblo, y a cada uno de
nosotros, por manos de los sacerdotes de Cristo, sumo Sacerdote, Altar y Víctima.
1Cor 11, 23-26 - Hermanos: Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he
transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el
pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes.
Hagan esto en memoria mía”. De la misma manera, después de cenar, tomó la
copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre
que la beban, háganlo en memoria mía”. Y así, siempre que coman este pan y
beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva.
San Pablo no estuvo presente en la Última Cena, sino que recibió directamente de
Jesús la narración o la visión de cómo se celebró la primera Eucaristía, en el
Cenáculo. Y su narración coincide en lo esencial con los Evangelios de Lucas,
Matero y Marcos, que entre sí también tienen algunas diferencias.
El Apóstol relaciona la Eucaristía con la muerte y resurrección de Cristo Redentor.
Los tres acontecimientos son una sola realidad pascual, que se renueva en cada
Eucaristía como misterio de salvación para la humanidad y para cada uno de
nosotros.
La Eucaristía no es una simple práctica de piedad obligatoria, sino el acontecimiento
universal de salvación, mediante el cual todos estamos invitados a compartir con
Cristo la obra de la redención.
Es lo máximo que podemos hacer por la salvación propia, la de los nuestros y del
mundo entero. “Es la fuente y cumbre” de la vida de la Iglesia y de todo cristiano.
Mas para que la Eucaristía sea realmente obra de salvación, es necesario que
participemos ofreciéndonos al Padre, junto con Cristo, por nosotros, por los
nuestros y por el mundo entero. Así lo pide san Pablo: “Los exhorto… a presentar
sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios. Éste es el culto razonable”
(Rm 12, 1).
P. Jesús Álvarez, ssp