Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Ciclo C)
Padre Jorge López Teulón
Una antigua leyenda sobre los orígenes del Cristianismo en Rusia cuenta que
el príncipe Vladimir de Kiev estaba buscando la verdadera religión para su pueblo, y
que ante él se presentaron unos tras otros los representantes del Islam,
procedentes de Bulgaria, los representantes del judaísmo y los enviados del Papa,
procedentes de Alemania. Y cada uno le propuso su fe como la más justa y la mejor
de todas. El príncipe, sin embargo, no quedó satisfecho con ninguna de estas
propuestas. Su decisión maduró, en cambio, cuando sus enviados regresaron de
una solemne liturgia en la que habían participado, en la iglesia de Santa Sofía, de
Constantinopla. Llenos de entusiasmo, los enviados refirieron al príncipe:
“Y llegamos donde estaban los cat￳licos, y nos llevaron a donde ellos
celebran la liturgia para su Dios. No sabemos si estábamos en el cielo o en
la tierra. Pero hemos experimentado que allí Dios vive entre los
hombres.”
Lo que les impresionó fue el misterio en cuanto tal, que, justamente por ir más
allá de la discusión, hizo brillar ante la razón la potencia de la verdad.
“Cada vez que coméis de este Pan y bebéis de este Cáliz, anunciáis la muerte
del Señor hasta que vuelva” (I Cor. 11, 26). Hoy, nuevamente anunciamos de
modo especial la muerte de Cristo.
La solemnidad de hoy es, en cierto sentido, el complemento de la liturgia del
Jueves Santo; como la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que se celebra la
próxima semana, constituye un complemento significativo de la liturgia del Viernes
Santo.
Esta solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, instituida en el periodo de la
Edad Media, responde a la profunda necesidad de manifestar, de modo diverso y
más completo, todo lo que la Eucaristía es para la Iglesia.
El temor reverencial es una condición fundamental para una verdadera
Eucaristía. Y precisamente el hecho de que Dios se haga tan pequeño, tan humilde
-se da a nuestras manos, se nos entrega…-, todo esto debe hacer que aumente
nuestra reverencia. Y no puede dejar que nos extraviemos en la distracción; y
mucho menos en la autosuficiencia.
Si nos damos cuenta de que Dios está presente en la Eucaristía y nos
comportamos consecuentemente, entonces también los demás podrán ver esto en
nosotros, como los enviados del príncipe de Kiev, que experimentaban el cielo en la
tierra, el trato con Dios, a Cristo en la Eucaristía.
El milagro de la multiplicación de los panes y los peces, que hemos escuchado
en la narración del Evangelio de este domingo, lo cuentan los cuatro evangelistas. Y
no sólo coinciden en la casi totalidad de los detalles, sino que, sobre todo, lo
consideran un milagro que simboliza mucho más de lo que dice; un milagro abierto
a realidades más altas.
No se puede afirmar, como hacen los racionalistas y también algunas nuevas
interpretaciones, que este es un milagro imposible, que no tiene sentido; que su
verdadero sentido es que Jesús convenció a un hombre para que se arriesgase a
repartir su pan, y este ejemplo movió a los demás a sacar sus provisiones, y a
hacer, en definitiva, una comida fraterna. Es mucho más reconfortante la alegría
por compartir que la abundancia, según esta teoría.
Y no es así. La caridad que nos enseña Jesucristo, nuestro auténtico y autorizado
Maestro, es la de su imitación. Dios ama al hombre hasta el punto de estar
dispuesto a dejarse comer por él, hasta convertirse en su alimento diario. Reírse de
unos panes que crecen, cuando se vislumbra la fuerza de amor del Hombre–Dios,
sólo puede significar que no hemos entendido nada. Y, al contrario, los evangelistas
cuentan todo esto con absoluta naturalidad, sin detalles inútiles, porque ellos ni
tratan de engañarnos ni de convencernos; nos ofrecen su vida, su relato, su trato
con Jesucristo.
La segunda lectura nos ofrece el relato escriturístico más antiguo de la
institución de la Eucaristía. Tal vez a los veinte o veinticinco años de la muerte del
Maestro. El contenido de esta tradición, que Pablo ha recibido y que transmite, es lo
que la Iglesia profesa, y nosotros con ella: que Cristo transubstanció el pan y el
vino en su propio Cuerpo y Sangre, anticipación del Sacrificio de la Cruz, en clave
de Alianza.
Así la Iglesia y nosotros, al recibir en cada Misa las palabras: “Anunciamos tu
Muerte, proclamamos tu Resurrecci￳n. ¡Ven, Se￱or Jesús!” , es como si las tomara
de labios del Apóstol de los gentiles, para hacerlas nuestras y repetirlas ante el
mundo.
En el Mar de las Hébridas, en Escocia, la fe católica logró sobrevivir al
protestantismo, a pesar de muchas dificultades. Y, según cuentan, después de
haber estado casi un siglo sin sacerdotes; o sea, sin la Eucaristía.
Y en Nueva Escocia, en Canadá, se encuentran muchísimos de esos escoceses
católicos que tuvieron que salir por motivo de estas persecuciones. Se cuenta que
alguien que asistió por primera vez un día a la celebración de la Santa Misa se vio
sorprendido por el murmullo que entre la fila de los fieles se producía cuando se
iban acercando a recibir la Comunión. Cuando luego preguntó acerca de ello le
dijeron que aquellas palabras significaban cien mil veces bienvenido . Cien mil
veces bienvenido. Equivalían a la salutación más afectuosa que podía salir de
aquellos que habían sufrido la persecución y que necesitaban a Jesucristo para que
transformase su vida. Tal susurro era una reliquia de los antiguos tiempos de
persecución, cuando se celebraba Misa a escondidas y los católicos escoceses
saludaban a Nuestro Señor en su lengua prohibida y a modo de murmullo, para no
ser escuchados.
Cuando nos quejamos de que Dios está muy lejos de nosotros, que no se
interesa por nuestras cosas, Él está en el sacramento, presencia real,
esperándonos; pidiéndonos, como afirmaba Don Manuel González, que nuestra vida
sea Eucaristía, que seamos Eucaristía viva. No hay nada que engrandezca tanto al
hombre como ponerse delante de un Sagrario. Es la verdad que escandaliza y la
verdad que salva.
Que la Virgen María, primer Sagrario, nos enseñe a ser portadores del Cuerpo de
Cristo, para así ser auténticos evangelizadores.
Y la última idea. Las religiosas fundadas por Madre Teresa de Calcuta, por
designio de ella misma en sus sacristías tienen una frase, que seguro conocerán,
para mover a la piedad del sacerdote antes de celebrar la Santa Misa. Dice así:
“Celebra esta Misa como si fuera tu primera Misa, tu última Misa, tu única Misa”.
Pues que también nosotros, al acercarnos a Cristo, cuando le recibimos en el
Sacramento, lo hagamos de la misma forma: como si fuera la primera vez, la
última vez, la única vez.