DÉCIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)
Padre Jorge López Teulón
En el Evangelio de hoy escuchamos cómo Jesús acogió la confesión de fe de
Pedro, que le reconocía como el Mesías, anunciándole la próxima Pasión del Hijo del
Hombre. Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica, a la vez que su
misión redentora como Siervo sufriente: “El Hijo del Hombre tiene que padecer
mucho, ser desechado…, ser ejecutado y resucitar al tercer día” . Por esta razón, el
verdadero sentido de su realeza no se manifiesta más que desde lo alto de la cruz.
La cruz es uno de los más horribles instrumentos de tortura concebidos por la
fantasía humana. Y a la vez es saludada por nosotros como la única esperanza. Los
brazos de Jesús extendidos y dislocados en la cruz son un espectáculo horrible. Y,
sin embargo, esos brazos son los que simbolizan, y al mismo tiempo realizan, lo
que Jesús ha prometido: “Una vez sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia
Mí”.
Ambas cosas caracterizan a la Iglesia, si la consideramos a partir de su origen en
la cruz: lleva juntamente con Cristo la ignominia de la cruz y es al mismo tiempo,
por medio de Cristo, signo de esperanza. La cruz de la Iglesia es siempre, a la vez,
la ignominia de sus miembros pecadores.
Cristo, al realizar la obra de la Redención en pobreza y persecución, hace que la
Iglesia y que cada uno de nosotros estemos destinados a recorrer el mismo camino,
a fin de comunicar así los frutos de salvación a los hombres. Cristo Jesús,
“existiendo en la forma de Dios… se anonadó a Sí mismo - dice el Apóstol - tomando
la forma de siervo” (Fil. 2, 6-7). Y por nosotros “ se hizo pobre, siendo rico” . (II
Cor. 8, 9).
Así también, la Iglesia, aunque necesite medios humanos para cumplir su misión,
no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la
abnegación, también con su ejemplo. La Iglesia, por tanto, va peregrinando entre
las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor
hasta que venga.
Por eso, acercarse a la cruz es arriesgado y exigente. Invita a la segunda
conversión.
Como cuenta San Agustín, en el capítulo séptimo de Las Confesiones , primero se
convirtió al Dios único y verdadero. Pero después se convirtió al Dios crucificado.
Sólo cuando Dios se hizo concreto para él en el Crucificado descubrió que todo el
fulgor del mundo redimido brota de la sedienta raíz del Dios paciente. “Mirarán al
que traspasaron”.
Jesús no pretende engañar a los apóstoles. Tampoco nosotros hemos negado sus
explicaciones desde el principio.
Los líderes que buscan seguidores les muestran un horizonte de éxitos, y les
ocultan o minimizan las dificultades que van a encontrar por el camino. Cristo, por
el contrario, apenas habla de su Resurrección. Y, cuando lo hace, como en la
Transfiguración, lo hace casi a escondidas, como avergonzándose. En cambio, deja
bien claro el dolor que tendrán que pasar sus seguidores, nosotros, para triunfar; o
sea, para salvar nuestra alma: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que renuncie a
sí mismo, que tome su cruz y me siga”.
Y el evangelista Marcos aún recordará que esta frase es pronunciada para la
multitud junto con los apóstoles.
Todos los cristianos auténticos así lo han entendido. “Hay que seguir desnudos al
Cristo desnudo” , afirma San Jerónimo.
Inventarse, pues, un cristianismo descafeinado, descrucificado, es ignorar a
Cristo. Y esto no es una invitación a la tristeza. La verdadera cruz le habla al
creyente mucho más de amor que de dolor. O, en todo caso, de ese dolor va a
surgir el verdadero amor. Lo estamos viendo estos días en Austria. El Papa sabía
que mucha gente no acudiría a escucharle; pero no por eso cambia el mensaje. Si
nos hemos acostumbrado a ver los éxitos en los últimos viajes, las multitudes para
escucharle, alguien puede pensar que este viaje ha sido un fracaso. Pero él, que es
fiel al Evangelio y a la Cruz, vuelve a repetir las mismas palabras del Señor contra
los mismos pecados de la humanidad y del materialismo de hoy : “El que quiera
venirse conmigo, cargue con su cruz cada día y me siga”.
San Agustín también lo dijo de una manera hermosa: “Los hombres signados con
la Cruz pertenecen ya a la gran Casa, al Cielo” . Están salvados.
Un proverbio chino afirma que el que se contempla a sí mismo no resplandece.
Y esto lo podemos aplicar a la Iglesia, y nos lo podemos aplicar a nosotros,
cristianos. Una Iglesia que se dedica a hablar de sí misma no cumple con su misión.
Un cristiano que sólo se mira a sí mismo va a ser un cristiano sin futuro, sin futuro
de salvación. Porque la Iglesia es el lugar en el que Cristo habita y en el que
debemos encontrarnos con Él, que es el que nos llama, que es el que nos habla de
su Pasión para que lo entendamos todo; que es el que nos llama por nuestro
nombre y es el que afirma, para que lo escuchemos, que lo importante es nuestra
salvación, perder la vida para alcanzar el cielo.
Así se lo rogamos en este domingo décimo segundo del Tiempo Ordinario a María
Santísima, para que nos consiga de su Hijo todo lo que le pedimos cada vez que
nos acercamos a la mesa del altar.