DÉCIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
(Ciclo C)
Padre Jorge López Teulón
“Rogad, pues, al Dueño de la mies…” Obedecemos hoy al mandato de Cristo,
y unidos a la Iglesia hacemos, antes que nada, una profesión de fe, pues al rogar
por las vocaciones reconocemos que son un don de Dios y, como tal, hay que
pedirlo con súplica incesante y, sobre todo, confiada.
El cardenal Danneels, arzobispo de Bruselas, en octubre del año 1996 en un
Congreso sobre las vocaciones celebrado en Lourdes, (30 Días, 1998, p. 31 ss)
afirmaba que la falta de vocaciones en la Iglesia se puede comparar al exilio sufrido
por el pueblo de Israel narrado en el Antiguo Testamento. “ Es -afirma él- en el
tiempo del exilio cuando se aprende que es Dios quien actúa .” Si Dios manda una
prueba es para hacernos mejores.
La primera impresión cuando se vive en la prueba, cuando se vive en el exilio es
la desazón y la tristeza: ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué nos sucede esto? Pasar del
desánimo a la rebeli￳n es cuesti￳n de poco… Por eso conviene no apartarse nunca
de la oración. Por eso esta primera palabra: “Rogad” . A través de la oración,
aunque nos rebelemos contra Dios… Como decían aquellos dos rabinos del campo
de concentraci￳n de Auschwitz: “ Señor, tú no existes; porque si existieras no
estaríamos en esta miseria. ” Y después de rebelarse con estas palabras, en silencio
decían: “Y ahora, oremos al Todopoderoso.” Nunca debemos perder la esperanza.
Casi sin saberlo muchas veces nos hacemos pelagianos. ¿Qué quiere decir esto?
Que pensamos poder construir el Reino de Dios con nuestras propias fuerzas.
Pelagio decía: “ Es suficiente tener un poco de voluntad y se llega al cielo .” Nada tan
contrario al dogma de la gracia y de su absoluta necesidad, que nosotros tenemos
tan olvidado. Además está en perfecta contradicción con todo lo que vemos a
nuestro alrededor: la ilusión de la eficiencia, el fiarnos sólo de nuestras fuerzas.
¡Pobres de nosotros!… Cristo, el Se￱or, comienza: “ Rogad al Dueño de la mies …”
Luego, id a las casas y allí evangelizad…
Dios me libre -dice San Pablo- de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro
Señor Jesucristo ”. Y el Salmo 38 afirma: “ Yo me callo, ya no abro la boca, porque
eres tú quien actúa ”. Así, se llega al momento de la humildad, de la dependencia,
de la omnipotencia de la gracia en nosotros, de la ternura de Dios, de la paciencia
del parto, de los sufrimientos. Y entonces sólo nos quedan dos salidas desde el
Evangelio: o nos abandonamos al desánimo o nos dejamos atar a la fe . Estamos,
pues, obligados a la adhesión, a pegarnos a la Palabra de Dios, exactamente como
Pedro cuando navega. No tenemos más que esta palabra: “Tira las redes” . Nada
más.
Estamos obligados a creer y a tener esperanza, a pegarnos totalmente a la
desnuda Palabra de Dios, a los sacramentos, al Espíritu Santo, a la única barca que
puede salvarnos del oleaje, a la Iglesia.
Cuando el Evangelio -el Evangelio tal como lo vivió San Francisco de Asís,
Evangelium sine glossa, como decía él, el Evangelio sin comentarios, sin notas, sin
nuestros añadidos-, cuando el Evangelio nos dice: “ Si te golpean la mejilla
izquierda, ofrece la otra ”, no es necesario a￱adir nada, está todo perfectamente
claro. Tenemos la tentación de interpretar el Evangelio, y de no profundizar en él,
sino edulcorarlo, haciéndolo plausible, hundiéndolo en una especie de infinita
preevangelización, en la que, al final, nos quedamos en la puerta de la Iglesia,
cerca de la pila del agua bendita, sin ni siquiera mojarnos la mano. Ahora bien,
cuando se empieza a edulcorar de esta manera el Evangelio, a comentarlo
privándolo de su fuerza, nos empuja a actuar haciendo que los demás no lo
escuchen, que los jóvenes se separen de la verdad del Evangelio.
Esta vida en esperanza nos hace vivir según la oración, según esta primera
actitud de oraci￳n: “ Rogad al Dueño de la mies ”.
Hace unos días un joven me dio una carta que había escrito para solicitar el
ingreso en un Instituto religioso. Tiene 19 años. Después de hablar de cómo Dios
había ido preparando su camino insistía:
Puede ser que te lo esté pintando demasiado bonito, pero tengo la
certeza de que va a ser duro, muy duro. Tengo miedo a sufrir, a no
encontrar hermanos a mi lado en los que pueda apoyarme, a ser rechazado
por mis propios hermanos, a acomodarme, a decir ‘todo vale’. Pero a lo
que más miedo tengo es a no hacer la voluntad de nuestro Padre, a no
hacer la voluntad de Dios. Y si sigo escribiendo es porque el amor de Dios…
es mucho más grande que mis temores …”
Hoy, como aquel día en que el Maestro envió a los setenta y dos y presentó esta
súplica a sus discípulos, debemos tener claro que la espera suplicante de nuevas
vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en la
comunidad cristiana en la Iglesia. Así se podrá revivir la experiencia de los
apóstoles aquel día del Cenáculo, unidos con María, esperando en oración la venida
del Espíritu, que entonces como hoy no dejará de suscitar en el Pueblo de Dios
TESTIGOS VALIENTES Y HUMILDES DEL EVANGELIO.