DÉCIMOQUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
(Ciclo C)
Padre Jorge López Teulón
El camino de Jerusalén a Jericó, una larga pendiente de 27 kms., era y es aún
hoy famosa por los ataques de los bandidos.
Escribe José Luis Martín Descalzo, en su magnífica obra Vida y misterio de Jesús
de Nazaret , que en la tierra rojiza de la cortada que se abre en este camino, quiere
ver la imaginación popular la sangre de este hombre apaleado de la parábola.
Porque los bandoleros no se contentaron con desvalijarle. Quizá se resistió al robo y
ellos se vengaron dejándole medio muerto al borde del camino.
La moral de esta historia es que la caridad es la verdadera santidad. Esa es la
clave del edificio de esta parábola. Esto es lo que explica que Jesucristo elija estos
personajes: un sacerdote y un levita, personas santas por su profesión y
ocupación; y además, un desconocido samaritano del que no se dice ni el nombre,
de raza distinta a la del hombre que necesitaba el socorro del prójimo.
Los dos primeros subrayan la lección de la parábola, por el contraste que surge
entre la verdadera santidad del amor y las formas viciadas de la santidad. El último,
el samaritano, pone de relieve, con su buena acción, el valor supremo del amor a
los ojos de Dios.
El samaritano no tuvo los escrúpulos de quienes le habían precedido. Se bajó de
la mula y vio que aún respiraba. Actuó de forma distinta. Dejó que sus manos
hicieran lo que su corazón ya mandaba. Lavó con vino las heridas de aquel que
estaba apaleado, lo montó cuidadosamente en su cabalgadura y lo llevó a la
posada. Y no solo hizo esto, sino que allí él mismo fue quien le atendió.
Esta tiene que ser nuestra historia. Esta es la historia de muchísimos santos
que nos han precedido: Vicente de Paúl, Juan de Dios, Sor Angela de la Cruz,
Soledad Torres Acosta… el italiano Camilo de Lelis, al que recordaremos este
próximo martes. De San Camilo se cuenta que alguna noche, cuando regresaba al
convento, llamaba a sus frailes a capítulo, colocaba un lecho en medio de la sala,
amontonaba colchones y cobertores, y pedía a uno de ellos que se tendiera en el
suelo. Y enseñaba a los demás cómo se hacía una cama sin molestar al enfermo,
cómo se cambiaban las sábanas, cómo era necesario mirar al rostro a aquellos que
estaban enfermos. Seguidamente, les hacía que lo intentaran una y otra vez. Y de
cuando en cuando, ese amor que sentía por los enfermos le hacía gritar: “ᄀPoned
más coraz￳n! ᄀQuiero ver más cari￱o maternal! ᄀ Más coraz￳n en vuestras manos!”
En la última Carta Apostólica, Dies Domini (el Día del Señor), que aparecía
esta misma semana, afirmaba su Santidad el Papa Juan Pablo II: “ El domingo debe
ofrecer también a los fieles la ocasión de dedicarse a las actividades de
misericordia, de caridad y de apostolado. La participación interior en la alegría de
Cristo resucitado implica compartir plenamente el amor que late en su Corazón: ¡no
hay alegría si no hay amor! ” (n. 69)
La Eucaristía, la Santa Misa, acontecimiento y proyecto de fraternidad, tiene que
ser desde donde surja una ola de caridad destinada a extenderse a toda la vida de
los fieles, comenzando por animar el modo mismo de vivir el resto del domingo. No
sólo es, pues, ir a Misa el domingo, escuchar Misa y ya está.
Sigue afirmando el Papa: “Teniendo una actitud de entrega más global, ﾿por qué
no dar al día del Señor un mayor clima en el compartir, poniendo en juego toda la
creatividad de que es capaz la caritas Christi, la caridad cristiana, el ser imagen de
Cristo? Invita a comer contigo a alguna persona sola, visita enfermos, proporciona
comida a alguna familia necesitada, dedica alguna hora a iniciativas concretas de
voluntariado y solidaridad. Y así será ciertamente una manera de llevar en la vida la
caridad de Cristo recibida en la Mesa eucarística.” (n. 72)
Tenemos que leer esta Carta. Tenemos que leer esta Carta en la que el Papa nos
pide santificar el domingo. Como siempre, es más fácil criticarle, sobre todo sin
haber leído estas páginas; y poner en entredicho otras afirmaciones que no
aparecen.
El amor sincero y profundo lleva emparejado el sacrificio, el sufrimiento. No se
mide por lo mucho que hagamos, por la cantidad; se mide por la calidad de
nuestros actos. Nosotros no pertenecemos a una multinacional eficaz y honrada,
que se dedica a prestar servicios sociales. La caridad cristiana es otra cosa. O
nuestras motivaciones están en Cristo, ligadas inseparablemente al hombre, o nos
perderemos.
Termino. No se trata de hacer cosas complicadas. Madre Teresa de Calcuta
contaba muchas veces la historia de una joven, que no ganaba mucho dinero, pero
que sinceramente deseaba ayudar al prójimo. Durante un año no llevó ni compró
maquillaje alguno, y guardaba todo el dinero de los cosméticos y de la ropa, que no
había gastado, para mandárselo a ella. Al cabo de un año, mandó ese dinero
ahorrado. El más pequeño de los sacrificios representa todo un mundo…
San Agustín afirma que toda la humanidad yace herida al borde del camino. Y
que ese hombre que está apaleado somos los hombres, marcados por el pecado, a
los que el diablo y sus ángeles han despojado. Y es Cristo el Buen Samaritano
quien, bajando desde el cielo, carga con la humanidad para llevarla sobre sus
hombros.
Que Jesucristo, verdadero Buen Samaritano, que da la vida y nos auxilia, que
sana nuestras heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza, nos dé la
salvación a todos los hombres.