Solemnidad del Nacimiento de San Juan Bautista
Padre Jorge López Teulón
Se celebra en este domingo la solemnidad del nacimiento de Juan, el Bautista,
tres meses después de la Anunciación del Señor (25 marzo) y seis meses antes de
la fiesta de Navidad (25 diciembre). La liturgia de la Iglesia festeja solamente el
nacimiento de Jesucristo y el de Juan. El primero se celebra coincidiendo con el
solsticio de invierno; el segundo, en el solsticio de verano. ¿Por qué? Como decía
San Agustín, el solsticio de verano señala la disminución de las horas solares en el
día; y parecía una confirmación cósmica de las palabras del Bautista: Jesús debe
crecer y yo menguar (Jn 3, 30). Los cristianos aprovecharon este fenómeno solar
para significar la realidad teológica: la misión del profeta Juan prepara la misión de
Jesucristo.
La figura de Juan el Bautista ha tenido siempre gran importancia en las
celebraciones de la Iglesia. Juan fue designado por Dios, desde el seno materno, no
sólo para ser la voz que clama en el desierto y preparar la llegada inminente de
Cristo, sino también para presentar a Jesús como el Cordero de Dios ante el pueblo
de Israel. Así lo decimos en la Santa Misa con sus palabras: Este es el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo. Los acontecimientos que se desarrollan en la
concepción y nacimiento de Juan el Bautista hacen ya presagiar su importancia
como precursor del Mesías esperado.
Aquellos se preguntaban: ¿Qué va a ser de este niño? Porque la mano de Dios
estaba con él. Cuando llegó Juan el Bautista, el pueblo ya casi pensaba que eso de
los profetas había terminado, que eran una raza extinguida. Cuando más adelante
se presente ante el pueblo, precisamente para llevarnos a todos a Jesús, habían
transcurrido ya 500 años desde que Zacarías había descrito la ruina de los grandes
imperios que caerían pulverizados ante la gloria futura del pueblo elegido. Israel
clamaba con las palabras del Salmo 74: Ya no vemos prodigios en nuestro favor. Ya
no hay ningún profeta. Ya no hay nadie entre nosotros que sepa hasta cuándo. Y se
preguntaban hasta cuándo iba a durar la humillación de Israel, hasta cuándo iba
Dios a olvidarse de los suyos. Casi habían perdido la esperanza. Recordaban que
Malaquías había anunciado en el nombre de Dios: Enviaré a mi mensajero y él
preparará el camino delante de mí. Ya viene, ya ha llegado, ha dicho Dios fuerte. Ya
llega su luz, abrasadora como un horno. Los orgullosos y los malvados serán como
el rastrojo y la luz que llegue los devorará con su fuego (Mal 3,1; 4,1).
Eso es lo que traía Juan para nosotros: fuego que calentase el corazón, que
preparase las conciencias ante la venida del que ya estaba entre nosotros.
A lo largo del año, no solamente con esta fiesta y después con la que se celebra
el 29 de agosto, del martirio de Juan Bautista, hay otros momentos en los que
aparece este personaje tan importante que prepara al Mesías. Así lo vemos en el
tiempo del Adviento: Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor.
Así lo vemos en la fiesta de la Visitación, con ese encuentro hermosísimo de las dos
mujeres. Así nos insiste el Papa en que tenemos que actuar todos según el trato
íntimo con Dios, para llevar la Palabra a los hombres.
Por eso en este día, cuando la liturgia nos ofrece celebrar esta solemnidad,
tenemos que preguntarnos:
¿Quién es Juan Bautista? Es, ante todo, un creyente comprometido
personalmente en un exigente camino espiritual, fundado en la escucha
atenta y constante de la palabra de salvación. Además, testimonia un estilo
de vida desprendido y pobre; demuestra gran valentía al proclamar a todos
la voluntad de Dios, hasta sus últimas consecuencias. No cede a la tentación
fácil de desempeñar un papel destacado, sino que, con humildad, se abaja a
sí mismo para enaltecer a Jesús. Como Juan Bautista, también el apóstol
está llamado a indicar en Jesús al Mesías esperado, al Cristo. Tiene como
misión invitar a fijar la mirada en Jesús y a seguirlo, porque sólo Él es el
Maestro, el Señor, el Salvador. Como el Precursor, el apóstol no debe
enaltecerse a sí mismo, sino a Cristo. Todo está orientado a Él: a su venida,
a su presencia y a su misterio.
El apóstol debe ser voz que remite a la Palabra, amigo que guía hacia el
Esposo. Y, sin embargo, como Juan, también él es, en cierto sentido,
indispensable, porque la experiencia de fe necesita siempre un mediador,
que sea al mismo tiempo testigo. ¿Quién de nosotros no da gracias al Señor
por un valioso catequista -sacerdote, religioso, religiosa o laico-, de quien se
siente deudor por la primera exposición orgánica y comprometedora del
misterio cristiano?
¡Cuántos sacerdotes habrán pasado por nuestra vida! A veces repetimos aquella
oración pidiendo por el sacerdote que nos bautizó, por el sacerdote que por
primera vez nos dio el Cuerpo de Cristo, por tantos sacerdotes como han
celebrado para nosotros la Santa Misa y nos han dado el sacramento de la
Reconciliación. ¡Cuántos catequistas, cuántas religiosas nos han dado testimonio
por su entrega caritativa o por su apostolado!
Vuestra labor es muy necesaria y exige vuestra fidelidad constante a
Cristo y a la Iglesia. En efecto, todos los fieles tienen derecho a recibir de
quienes, por oficio o mandato, son responsables de la catequesis y de la
predicación respuestas no subjetivas, sino conformes al Magisterio constante
de la Iglesia y a la fe enseñada desde siempre autorizadamente por cuantos
han sido constituidos maestros y vivida de modo ejemplar por los santos.
Pero no basta el conocimiento intelectual de Cristo y de su Evangelio. En
efecto, creer en Él significa seguirlo. Por eso debemos ir a la escuela de los
Apóstoles, de los confesores de la fe, de los santos y de las santas de todos
los tiempos, que han contribuido a difundir y hacer amar el nombre de
Cristo, mediante el testimonio de una vida entregada generosa y
gozosamente por Él y por los hermanos 1 .
Escribe el místico poeta trapense Thomas Merton: San Juan no ha nacido.
Despierta en el seno materno. Salta a los ecos del descubrimiento. Canta en tu
celda, menudo anacoreta. ¿Cómo la viste en la ciega tiniebla, oh gozo quemante?
¡Qué mares de vida plantó aquella voz!
Se refiere al encuentro de María con Isabel, al momento en que Juan brinca en
el seno de la prima de la Virgen Santísima, al oír cómo María trae al Salvador. Y
al querer, ya en el seno de su madre, establecerse él como Precursor que
anuncia que ya viene, que ya está entre nosotros. Es el Señor que viene a
salvarnos.
Esta es la actitud que Juan Bautista nos enseña hoy a todos, la actitud que la
Iglesia en este día quiere recordarnos; este es el ejemplo que el Papa nos da, a
pesar de las dificultades, día tras día. Ahora, otra vez, en este viaje a Ucrania,
pedimos por sus frutos, por su salud y por todas sus intenciones. Este es el
testimonio de aquellos que se olvidan de sí para llevar a Dios a los demás, para
ser la voz que clama; muchas veces en el desierto de nuestra sociedad, entre
aquellos que no quieren saber nada de Dios, que viven muy a gusto en el
egoísmo, en el materialismo consumista, en todo aquello que les hace ser
temporalmente felices.
Y por eso nosotros, como Juan, tenemos que levantar la voz para indicar dónde
está la verdad, para llevar a los demás al único Camino, a la única Verdad, a la
única Vida.
Pidamos a la Santísima Virgen María saber encontrarnos con su Hijo, sabernos
dejar llevar por el ejemplo de los santos, de aquellos que nos ayudan a crecer
en la fe para vivir en Cristo.
En esta fiesta no es lo importante Juan. Lo importante es que él nos repite:
Acudid a Jesús, escuchad su Palabra, recibid el Bautismo verdadero. Yo bautizo
con agua. Él bautizará con espíritu y con fuego.
Pidamos ese fuego para nuestro corazón; salgamos de esa dormición espiritual
en que muchas veces vivimos; vayamos al encuentro de los otros y busquemos
1 JUAN PABLO II, Homilía en el jubileo de los catequistas y profesores de religión. 10 de diciembre de 2000.
encontrarnos nosotros con Cristo para que Él cambie nuestro corazón y
sepamos, como Juan, olvidarnos de nosotros mismos y dar la vida.