Por no gastar la nata, se comió la gata
Domingo 11 ordinario C
Cuantas aberraciones se cometen entre los hombres cuando se creen intérpretes
únicos y exclusivos lde la voluntad del Dios de los cielos. Eso ocurría con los rabinos
de tiempos de Cristo que opinaban que las atenciones hechas a los muertos tenían
más mérito que la limosna dada a los pobres y para el caso que nos ocupa, un
rabino daba gracias a Dios por tres razones: primero, por no haberlo hecho inculto,
segundo, por no haberlo dejado nacer pagano y tercero, por no haberlo hecho
mujer. Y otro rabino afirmaba que la distancia entre un rabino y una mujer pública
no podía ser menos de dos metros. Así nos explicamos la tremenda trifulca que se
armó un día cuando Cristo aceptó la invitación de Simón, un fariseo, para comer
ese día en su casa. El fariseo se comportó correctamente, no hizo más que eso,
pero no demostró ni lealtad ni verdadero afecto ni amor ni gratitud hacia Cristo. Él
pensaba que estaba en paz con Dios, con su conciencia, y que por lo tanto no
necesitaba nada de Cristo. No entendió a Jesús que estaba ávido de su alimento, no
tanto material, sino de su propia persona, como se lo manifestó a una mujer cerca
del pozo: “Tengo sed”. Pues sucedi￳, de esas cosas inexplicables y ciertamente
extrañas para nuestra mentalidad, que entre los invitados se coló una mujer de
mala fama. Los hombres que están leyendo esto, no se imaginen cosas.
Simplemente el texto dice que era una mujer de mala fama. Se acerc￳, “tom￳ un
frasco de alabastro con perfume, fue y se puso detrás de Jesús y comenzó a llorar,
y con su lágrimas le bañaba los pies, los enjugó con su cabellera, los besó y los
ungi￳ con el perfume”. Extra￱o, ¿Verdad? no conocemos ninguna palabra de
aquella mujer, simplemente su acción, su gran amor, porque comprendió que el
pecado de su vida era grande, pero más grande era el amor de aquél hombre que
la perdonaba y le devolvía su dignidad de mujer.
Sin embargo Simón no estaba para consideraciones pietistas. Simplemente se puso
a pensar muy malamente de Cristo que permitía que una mujer de su calaña se le
acercara y permitiera sus caricias y sus lágrimas. Tampoco tenemos palabras de
Simón, pero no son necesarias, porque a través de la consideración de Jesús
podemos sacar en conclusión la malicia de aquél hombre que no podía soportar que
alguien pidiera gozar de un perdón que él pensaba que no necesitaba. Cristo le hizo
entender que no bastaba con la cortesía que le había mostrado al haberlo invitado a
su casa, pues no le había ofrecido a la entrada agua para sus pies, ni le dio el beso
de saludo, no había ungido con aceite su cabeza, en cambio aquella mujer de la
que Simón pensaba tan malamente no había reparado en ninguna de sus acciones,
corriendo el riesgo de ser echada fuera por su mala vida. Cristo insistió en que el
pecado de aquella mujer quedó perdonado porque era grande su gratitud y su
arrepentimiento.
Nosotros tendríamos que intentar hacer otro tanto en nuestra vida, pues no cabe
duda que dentro de nosotros llevamos un fariseo y una mujer pública, con el
primero nos mostramos muy dignos, pensando que con nuestras acciones somos
merecedores de que el Señor nos admita a su amistad y hasta tenga que
agradecernos nuestra limpieza y nuestra rectitud, pero con la mujer publica
tendríamos que reconocer que el que nos perdona y nos ama es precisamente
Cristo el Señor. No es nuestra justicia lo que nos hace aceptables al Señor sino su
bondad, su amor y su sacrificio.
Cuántas barreras tuvo que romper Cristo en ese día, aceptar la invitación del
fariseo, dejarse tocar por una mujer y algo que viene a continuación, y que nos
refiere el evangelista san Lucas, sorpréndanse mis lectores, entre los seguidores de
Cristo no sólo estaban los apóstoles sino algunas mujeres que con sus bienes
sostenían la marcha de aquellos misioneros que itinerantes día con día iban
sembrando con Cristo la semilla de la paz, de la salvación y del perdón. Bendito
Cristo que supo darle a la mujer el lugar que le corresponde cerca del hombre y que
a diferencia de lo que pasaba en el judaísmo, supo darle carta de ciudadanía a la
mujer en la Iglesia. Bendito Jesús, sigue bendiciendo a nuestras mujeres para que
comprendan la altísima misión a la que tú las llamado y que las mujeres como en
todos los tiempos, sigan siendo las grandes misioneras y las grandes
evangelizadoras de sus familias, de nuestra Iglesia y del mundo entero.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios
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