DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Daniel Codina, monje de Montserrat
9 de junio de 2013
1Re 17, 17-24 / Gal 1, 11-19 / Lc 7, 11-17
De hoy en adelante, queridos hermanos, en las misas dominicales iremos recorriendo,
de manera casi continua, el Evangelio según San Lucas. Es una gracia fruto de la
reforma litúrgica del Concilio Vaticano II y, concretamente el evangelio de Lucas, es
particularmente oportuno en este año de la fe que estamos celebrando. ¿Por qué? me
preguntaréis. Pues, porque Lucas es el evangelista que de manera especial sitúa a
Jesús en el centro de la historia que narra. Una historia en la que se manifiesta de
manera clara la salvación de parte de Dios . Y Jesús es el que manifiesta, hace
presente, esta salvación . Jesús, que significa: Dios salva, es el nombre que el
arcángel Gabriel le dice a María que deberá poner al hijo que nacerá de ella; y, según
la tradición bíblica, el nombre, no es sólo para identificar a la persona, sino que a
menudo y en personajes importantes, significa también y sobre todo la función, la
misión de la que está investido. Por tanto, Dios salva a través de Jesús. Así lo explicita
el evangelio de Mateo cuando el ángel convence a José para que no dude en tomar a
María por esposa, que ya está esperando un hijo. El ángel le dice: "Dará a luz un hijo y
tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados" (Mt 1,
21). Y en el evangelio de Lucas encontramos que Jesús es el Salvador cantado por
Zacarías, el padre de Juan Bautista, anunciando que el precursor, Juan, debe "
anunciar a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados" (Lc. 1, 77) y aún el
mismo evangelista Lucas hace exclamar al viejo Simeón, en su esperanza mesiánica,
cuando tiene los brazos al niño Jesús al templo: "Mis ojos han visto al Salvador" (Lc 2,
30). Jesús, pues, puesto en el centro de la narración, como por otra parte hacen los
otros evangelios, es el que hará nacer la fe en sus oyentes y seguidores: fe en sí
mismo, en su persona, y fe en Dios, el Padre, que es el que otorga la salvación, la
esperanza, la vida.
Sin ir más allá, acabamos de escuchar el evangelio propuesto para este domingo: un
episodio bastante conocido, suficientemente importante y sin estridencias; al contrario,
se desarrolla de la manera diríamos más natural e incluso cargado con una buena
dosis de humanidad por parte de Jesús: al llegar al pueblo de Naín, Jesús se
encuentra con una escena impresionante: una madre viuda, acompañada de mucha
gente como es natural en estos casos, lleva a enterrar a su hijo único. Un hecho
doblemente dramático para la madre. La pérdida de un hijo, de un ser querido, y la
situación de desprotección en la que quedaba expuesta tanto desde el punto de vista
social como económico y sobre todo afectivo. San Lucas nos presenta a Jesús como
aquel que es: un enviado de parte de Dios, el que viene a traer la Buena Nueva a los
pobres: "¡Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios! ¡Dichosos
los que ahora lloráis porque reiréis!", Iba proclamando de pueblo en pueblo. Y las
primeras palabras que dirige a la pobre madre son: "No llores". Una palabra que
podríamos entender como protocolaria, como la de tanta gente que intentaba consolar
a la madre. Para Jesús no es protocolaria, sino que es la palabra de salvación, la que
abre la puerta a la acción de Dios y abre la puerta de nuestros corazones a la fe,
porque la palabra de consuelo va acompañada del gesto y de la acción de resucitar al
muchacho y entregarlo a la madre. Con este gesto Jesús hace realidad la
bienaventuranza que proclamaba: demostraba que sus palabras eran verdad. Pero no
sólo sus palabras, sino que daba a entender lo que significaban sus palabras: que
Dios se hacía presente a los hombres y mujeres que sufrían, que podían estar
abrumados por diferentes males y desgracias, tanto físicas como morales: los que
ahora lloráis, vendrá día que reiréis, o como dice San Mateo: "dichosos los que lloran,
porque serán consolados" (Mt 5, 4). Así lo entendió la gente que presenciaron el
milagro: " Un gran Profeta ha surgido entre nosotros", y también: "Dios ha visitado a su
pueblo". La gente podía tener en la memoria el hecho del profeta Elías que hemos
escuchado en la primera lectura: un gran profeta que resucita también al hijo de la
mujer sunamita. La acción de Jesús suscita no sólo la admiración sino también la fe de
la gente: la gente siente la cercanía de Dios. Esto es lo que Jesús pretende cuando
dice: "está cerca el Reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15).
Hermanos: Jesucristo, entonces y ahora, es el que inicia nuestra fe y quien la lleva a
cabo. Recordemos las palabras que leemos en la carta a los Hebreos: " fijos los ojos
en el que inició y completa nuestra fe: Jesús" (He 12, 2). Como decía al principio, será
bueno, en este año de la fe, fijar nuestra mirada del corazón, en Jesús, tal como nos lo
presenta el evangelista Lucas: en Él y por Él "los ciegos ven, los inválidos andan, los
leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les
anuncia la Buena Noticia" (Lc 7, 22). También hoy necesitamos oír su palabra de
consuelo: "No llores". Y mucho que nos conviene. ¿Y cómo la oiremos? En la medida
en que haya hombres suficientemente impulsados por la fe, por la esperanza y por la
caridad que no se cansen de consolar a tantos corazones y cuerpos heridos,
torturados, entregados a la muerte, o abandonados o perdidos. Que la celebración de
la eucaristía, Misterio de la fe, nos haga más conscientes de nuestra responsabilidad
de ser portadores de consuelo y, a nosotros, nos ayude a ser más y más fieles a
Jesucristo.