DOMINGO XI del Tiempo Ordinario/C
Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado mucho
Las lecturas de hoy nos hablan de arrepentimiento y perdón. En la Primera Lectura
vemos el caso de David (2 Sam.12, 7-13) y en el Evangelio el de la mujer
pecadora (Lc. 7, 36 – 8, 3).
El Evangelio nos narra el incidente de la mujer pecadora que se atreve a entrar en
la casa de un fariseo que había invitado a Jesús a cenar. Durante esta comida
sucede un hecho que arroja luz sobre el comportamiento de Jesús para con la pobre
humanidad, formada por tantos y tantos ‘pecadores’: Jesús establece un vínculo
esencial entre la remisión de los pecados y el amor que se inspira en la fe: “…le son
perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho…: Tus pecados te son
perdonados… Tu fe te ha salvado, ¡vete en paz!” (cf. Lc 7, 36-50).
Jesús nos explica el dinamismo de la auténtica conversión, señalándonos como
modelo a la mujer pecadora rescatada por el amor. Impresiona la ternura con que
Jesús trata a esta mujer, a la que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella
encontró, por fin, en Jesús unos ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar.
En la mirada y en el corazón de Jesús recibió la revelación de Dios Amor.
La misericordia de Jesús no se manifiesta poniendo entre paréntesis la ley moral.
Para Jesús el bien es bien y el mal es mal. La misericordia no cambia la naturaleza
del pecado, pero lo quema en un fuego de amor. Este efecto purificador y sanador
se realiza si hay en el hombre una correspondencia de amor, que implica el
reconocimiento de la ley de Dios, el arrepentimiento sincero, el propósito de una
vida nueva. A la pecadora del Evangelio se le perdonó mucho porque amó mucho.
En Jesús Dios viene a darnos amor y a pedirnos amor: a quien ama mucho Dios le
perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado
por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce
débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es
precisamente el mensaje que debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer
comprender que en el sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el
pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al
sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de
Dios.
Lo sabemos muy bien, que por medio del sacramento de la Penitencia, el bautizado
puede reconciliarse con Dios, con la Iglesia y con la comunidad. No hay ninguna
falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. No hay nadie, tan
perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que
su arrepentimiento sea sincero como el de la pecadora. Cristo que ha muerto por
todos los hombres quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del
perdón a cualquiera que vuelva del pecado.
En nuestro mundo circulan algunos impedimentos, u obstáculos o errores, que
impiden el perdón y el amor de Jesús: el de creer que el pecador puede absolverse
a sí mismo. La gente lo dice de esta manera: “Yo me confieso con Dios”.
Ciertamente, esa “confesión” con Dios es el primer paso, pues antes de recibir la
absolución de manos del sacerdote es preciso haber hecho “examen de conciencia”
y haberle pedido perdón a Dios en lo íntimo del corazón. Pero si Cristo, que es
quien establece la posibilidad de que los pecados sean perdonados, hubiera querido
que cada uno recibiera el perdón por un mero arrepentimiento interior individual sin
medicación humana, es evidente que no habría hablado a sus apóstoles como lo
hizo.
El segundo error es aquel en el que caen los que consideran que pueden, a su
antojo, establecer la moralidad de los actos. La bondad o malicia de las cosas es,
según muchos -sacerdotes incluidos- un asunto subjetivo. Ni el laico ni el sacerdote
son los dueños de los criterios de moralidad. Es de nuevo la Iglesia la única que
está autorizada a perdonar y, precisamente por eso, a establecer qué es lo que ha
de ser perdonado, qué está bien y qué está mal.
Otro error frecuente es el que se comete cuando no se respetan las normas
establecidas por la Iglesia para llevar al cabo el sacramento de la reconciliación. Por
ejemplo, cuando algunos sacerdotes imparten la absolución colectiva sin confesión
personal de los pecados mortales, cosa que está permitida sólo en algunos casos
muy extremos que prácticamente nunca se dan.
Jesús te espera, Él quiere purificarte, quiere consolarte y le devolverte la confianza
en el amor de Dios, y acrecentar en ti el deseo de no ofenderle nunca más. Es
preciso desear esta gracia y suplicarla constantemente como el don que nos
confirma en la fidelidad a Dios. Que nuestra Señora de la Soledad nos enseñe a
entender lo que dice san Juan: Todo el que permanece en Dios, no peca. Quien
ama a Dios de esta manera recibe la gracia de no apartarse de Él.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)