Ciclo C: XI Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden (Mt 6, 12)
«No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo», dice san Vicente de Paúl
en la conferencia a la que me referí la semana pasada (XI, 553). Los «escogidos
por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal, que desea reinar y
ensancharse en las almas», han de «ir, no a una parroquia, ni solo a una diócesis,
sino por toda la tierra». Su misión es la misma de Jesús «que vino a traer fuego a
la tierra para inflamarla de su amor».
No les basta, por consiguiente, a los que pretenden seguir al Misionero
Evangelizador de los pobres con buscar convivencia con él, si se priva de ella el
prójimo. No pueden actuar como el fariseo que convida a Jesús y luego pone en
duda al mismo convidado porque éste se deja tocar por una reputada pecadora.
Quienes realmente se interesan por Jesús, y lo aprecian, no son indiferentes incluso
a los pecadores, ni los desprecian.
El tener en poco a un pecador huele a pretensiones de superioridad moral o
religiosa. El empapado de ellas reconoce a Dios, sí, y ora: «¡Oh Dios!, te doy
gracias». Pero al declamar inmediatamente: «porque no soy como los demás:
ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano», entonces se delata como
quien busca el reconocimiento y no como quien se lo da al que supuestamente
honra. Un fariseo de este tipo se siente sin necesidad ni de la conversión ni del
perdón. Se cree justificado por su observancia religiosa, no por la gracia de Dios ni
por la fe en Cristo. No, así no pueden ser los seguidores de Jesús.
Los auténticos discípulos son muy conscientes de sus situaciones humildes e
impías, de las que les ha librado Jesús. Se confiesan impotentes e indefensos sin la
gracia de Dios. Admiten que sus actos de adulterio son pecados graves constando
de abuso de confianza e injusticia abominable contra mujeres reducidas en meros
objetos de placer y contra hombres tratados como prescindibles del todo.
Es por eso que los verdaderamente contritos, encontrándose perdonados, no
pueden menos que buscar el perdón para otros. Y cuanto más reconocen sus
innumerables y enormes pecados, y proclaman la gracia inmensurable y abundante
de Dios, tanto más amor sin reparo muestran para con Dios y para con un prójimo
pecador; dan gracias a cada rato y celebran. Perdonando, reciben garantía de que
quedan perdonados, aunque hayan pecado atrozmente como el rico codicioso e
injusto que le quitó a un pobre su única y muy valorada posesión (2 Sam 12, 1-4).
Así pues, digno de Jesús es el convivio en el que se les acoge y se les atiende
también a los menospreciados por la sociedad. Experimentando el amor que todo
lo disculpa y aguanta sin límites, los partícipes se apremian a procurar «este afecto
y este cariño al prójimo» y a practicar «esa caridad que expulsa los primeros
sentimientos de menosprecio y la semilla de la antipatía» (XI, 556).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)