XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
A QUIEN MUCHO SE LE PERDONA, MUCHO AMA
Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Una mujer pecadora, al enterarse de que
Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume.
Se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con
sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que
lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer
que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!» Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo
que decirte». «Di, Maestro», respondió él. «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y
tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y
los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no
cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis
pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido
perdonados. Por eso demuestra mucho amor. Pero aquél a quien se le perdona
poco, demuestra poco amor». Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son
perdonados». Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta
perdonar los pecados?» Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en
paz».
(Lc 7, 36 - 8, 3).
La pecadora se presenta de improviso en el banquete y se comporta con toda
libertad frente al “qué dirán”, y eso da a entender que ya conocía a Jesús y había
tenido con él un encuentro de conversión, perdón y liberación.
Jesús establece una relación nueva con los pecadores, a quienes las autoridades
religiosas consideraban indignos de ser amados, acogidos, y hasta los consideraban
malditos. Por eso Jesús aclara: “No he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores” (Mt 9, 13).
Los escribas y fariseos se consideran “justos”; y se escandalizan porque Jesús
acepta aquellas atenciones “fuera de lugar”. Pero la pecadora, por el
arrepentimiento y el gran amor a Jesús por haberla perdonado, ya está limpia. Es
ya una “pecadora buena”, convertida.
En verdad que no hay motivo más grande para amar a Dios que el perdón
incansable de nuestros pecados. Perdón que merece una inmensa y eterna gratitud,
porque nos devuelve el derecho a la vida eternamente feliz en la Casa del Padre;
derecho que habíamos perdido por el pecado.
Sin embargo, Dios también se siente feliz perdonando: “Hay más fiesta en el cielo
por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos” (Lc 15,10). Y
desea que también nosotros gocemos la gran felicidad de perdonar al prójimo como
él nos perdona. El perdón es la obra del amor más puro, libre de todo egoísmo.
Que Dios nos dé el gozo de perdonar “setenta veces siete”. La mejor se￱al de que
amamos a Dios y al prójimo, es el perdón que damos a quienes nos ofenden. Y la
mejor señal de que Dios nos ama, es el perdón que nos concede.
Por otra parte, sería fatal ligereza creer que Dios perdona todo sin condición
alguna, y que la salvación la tenemos asegurada por más que nos aferremos al
pecado, negándonos a volver a Dios. Jesús mismo nos lo dice bien claro: “Si
ustedes no perdonan, no serán perdonados” (Mt 6, 15).
Danos, Señor, la gracia y el gozo de saber perdonar, para que tú puedas tener el
gozo de perdonarnos.
Samuel 12,7-10. 13 - En aquellos días, dijo Natán a David: “Así dice el Se￱or Dios
de Israel: Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la
casa de tu Señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la
de Judá, y por si fuera poco, pienso darte otro tanto. ¿Por qué has despreciado tú la
palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías el
hitita y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu
casa”. David respondi￳ a Natán: “He pecado contra el Se￱or”. Y Natán le dijo:
“Pues el Se￱or perdona tu pecado. No morirás”.
David, gran preferido de Dios, cae en los abominables pecados de adulterio y
asesinato, y merece la muerte. Sin embargo reconoce su culpa y compone el Salmo
50: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mis
culpas, lava mis delitos”.
¿Qué habría yo merecido por mis pecados? Pero Dios “no nos paga según merecen
nuestras culpas” (Salmo 103, 10). Es necesario pedir perd￳n sin cansarnos, pues Él
goza perdonándonos y no se cansa de perdonar.
Mas el perd￳n de Dios está condicionado a nuestro perd￳n para con el pr￳jimo: “Si
perdonan, serán perdonados” (Mt 6, 14).
No hay razón alguna para dudar del perdón de Dios, si lo queremos y lo pedimos de
corazón. Desconfiar de su misericordia es el pecado que más le duele y ofende.
Como le duele y le ofende la falta de gratitud por el perdón de Él recibido.
El perd￳n de Dios merece una permanente gratitud y amor hacia Él. “Tu gracia,
Señor, vale más que la vida; te alabarán mis labios” (Salmo 62), La vida sin el
perdón de Dios desemboca en muerte eterna. Más valdría no haber nacido.
GÁLATAS 2,16. 19-21 - Hermanos: Sabemos que el hombre no se justifica por
cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso hemos creído en Cristo Jesús
para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la ley. Porque el hombre no
se justifica por cumplir la ley. Para la ley yo estoy muerto, porque la ley me ha
dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no
soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el
Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios.
Pero si la justificación fuera efecto de la ley, la muerte de Cristo sería inútil.
El perdón, la justificación y la salvación no se deben al cumplimiento de leyes,
normas, ritos y obras, sino sólo a la fe en Cristo, que murió y resucitó por nuestra
salvación. Por su muerte nos mereció el perdón, y por su resurrección nos dio la
justificación, la cual es relación positiva y filial, amorosa con Dios, gracias a Cristo.
Entonces las leyes, las obras, las normas y los ritos ¿no tienen ningún valor? Por sí
solos no lo tienen. El canal no sirve de nada si no está conectado a la fuente, como
el sarmiento cortado de la vid no puede dar frutos.
Por eso en los ritos, leyes y obras tiene que preocuparnos más la fe y el encuentro
amoroso con Cristo, que el cumplimiento externo, pues sólo el Salvador resucitado,
acogido con fe y amor, confiere eficacia santificadora y salvadora a los ritos, leyes y
acciones.
Sólo la unión real con Cristo resucitado presente hace al verdadero cristiano, que es
persona unida a Cristo. Uni￳n que san Pablo expresa de manera magistral: “Vivo
yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí… Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que
me amó hasta entregarse por mí” (Gál 2, 20). Y Jesús dijo: “Quien me come, vivirá
por mí” (Jn 6, 57).
Padre Jesús Álvarez, ssp