XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Pautas para la homilía
Tus pecados están perdonados
Comprensión y misericordia con el pecador arrepentido
Las personas nos vemos acosadas continuamente por el mal. Parece como si en el
centro más profundo del ser humano existiesen una serie de energías y tendencias
que le impulsaran a cometer acciones no planeadas ni queridas. San Pablo en una
ocasión se lamenta de que existe en él una fuerza interior incontrolada por la que lo
que quiere, no le deja hacerlo, y lo que no quiere eso mismo es lo que a la postre
realiza. Las tendencias del hombre carnal serían un ejemplo de lo que estamos
diciendo: le inclinan una y otra vez a satisfacer sus placeres sin atender a las
consecuencias que pueden derivarse de su conducta desordenada, como son: el
ultraje a la dignidad de la otra persona, la apropiación indebida de sus derechos, y
el sometimiento y esclavitud consecuentes.
Para Dios, que conoce el corazón del hombre y escudriña sus entrañas, para quien
sus ocultos pensamientos y sus intenciones más secretas “son claros como el día”,
resulta normal perdonar al pecador y al malvado, porque conoce muy bien su
interior. En todos los libros de la Biblia nos encontramos una y otra vez la
afirmación reiterativa de esa actitud o talante compasivo y benevolente de Dios en
relación a los pecadores. Por eso, en el caso de David, al que alude la primera
lectura de este domingo, al final del relato el profeta Natán le asegura: “Pues el
Se￱or perdona tu pecado, ¡no morirás”.
Ser un cristiano “bueno” y “ejemplar” no equivale a cumplir la Ley
La confesión pública que ofrece san Pablo a los Gálatas sobre los principios que
rigen su quehacer diario es un elemento clave para conocer su vida interior. “Para
la Ley yo estoy muerto, pero vivo para Dios”. Por lo visto en aquellos tiempos,
como en los de ahora, era frecuente cifrar la buena conducta judía y cristiana en la
fiel observancia de una serie de “actos de piedad” o “devociones”. Hay quienes se
consideran “buenos judíos” y “buenos cristianos”, con billete de entrada a la “vida
eterna”, porque —en el caso de los judíos— observaban los innumerables
“preceptos” de la Ley mosaica, y —en el caso de los cristianos— porque su
programa de vida cuenta con muchas “prácticas religiosas”. Padre, “yo soy un
cristiano practicante que voy a Misa, rezo el rosario y el breviario, me confieso con
frecuencia y comulgo”, etc. San Pablo le respondería a ese seudo cristiano: “El
hombre no se justifica por cumplir la Ley… Para la Ley yo estoy muerto, porque la
Ley me ha dado muerte… Si la justificaci￳n fuera efecto de la Ley, la muerte de
Cristo sería inútil”.
Según el Apóstol, ¿en qué radica, pues, la autenticidad cristiana?... Su respuesta
clara y contundente podemos definirla como un compendio de teología espiritual y
de mística cristiana. “Vivo para Dios —dice él—. Estoy crucificado con Cristo… Vivo
yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí… Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que
me am￳ hasta entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios”.
En pocas palabras nos hallamos ante una sucinta, pero completa, autobiografía del
alma del Apóstol y todo un tratado de Teología Espiritual. Justamente en estos
meses —tras la elección del Papa Francisco y los aires de renovación y de vuelta a
los principios evangélicos más radicales—, la meditación de estos textos del Apóstol
pueden ayudar eficazmente a corregir y dimensionar mejor nuestra comprensión y
praxis del verdadero mensaje evangélico: la vida del cristiano ha de ser un “VIVIR
PARA DIOS, CON CRISTO CRUCIFICADO”. He aquí lo más importante y primordial
del SER CRISTIANO.
El Amor como valor supremo en el vivir cotidiano
Según el relato de Lucas, un fariseo llamado Simón está muy interesado en invitar
a Jesús a su mesa. Probablemente, quiere aprovechar la comida para debatir
algunas cuestiones con aquel galileo que está adquiriendo fama de profeta entre la
gente. Jesús acepta la invitación: a todos ha de llegar la Buena Noticia de Dios. El
evangelista nos retrata a dos personajes muy diferentes. Por una parte está Simón,
un fariseo, que ha invitado a Jesús a comer en su casa. Por otro lado aparece una
mujer pecadora, una prostituta de la localidad, que sin ser invitada se introduce en
el aposento.
Como la mayoría de los fariseos, Simón se manifiesta un tanto autosuficiente que
sólo busca aparentar ser lo que no es, la pantalla; como un fanático cumplidor de la
Ley, hombre sin corazón, capaz de engrandecerse a costa de la miseria y
humillación de los demás; y como un orgulloso que se cree superior a los demás.
Pertenece al grupo de quienes les encanta ocupar “los primeros puestos en los
banquetes y los asientos de honor en las sinagogas, que les hagan reverencias por
las calles y que la gente les llame “rabí” (Mt 23,6). Es también el clásico
especialista en juzgar y condenar a los demás. A Jesús le trata de pobre ignorante
que no se percata de la situaci￳n: “Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase
de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora”; y a la mujer la
desprecia como persona no grata y nefasta, que puede contaminar la pureza de los
comensales y estropear el banquete, juzgándola hasta la humillaci￳n: “Es una
pecadora” (Lc 7,39).
La prostituta se dirige directamente a Jesús, se echa a sus pies y rompe a llorar. No
dice nada. Está conmovida. No sabe cómo expresar su alegría y agradecimiento por
la acogida del Maestro. Sus lágrimas riegan los pies de Jesús. Prescindiendo de las
miradas de todos los presentes, se suelta la cabellera y se los seca. Es un deshonor
para una mujer soltarse el cabello delante de varones, pero ella no repara en nada:
está acostumbrada a ser despreciada. Besa una y otra vez los pies de Jesús y,
abriendo el pequeño frasco que lleva colgando de su cuello, se los unge con un
perfume precioso.
Ante lo embarazoso de la escena, Jesús insistirá: hay que aprender a mirar de otra
manera a esas gentes extraviadas que casi todos desprecian. Mediante una sencilla
parábola, Jesús pone las cosas en su sitio, confundiendo al fariseo por su actitud
engreída y exaltando el amor limpio y delicado de la mujer criticada. Afirma Jesús:
“Sus muchos pecados están perdonados, por¬que tiene mucho amor; al que poco
se le perdona, poco ama.ᄏ Y a ella le dice: ᆱTus pecados están perdonados… Tu fe
te ha salvado, vete en paz.» (Lc 8,3)
Todos los evangelios destacan en sus relatos la acogida y comprensión de Jesús
hacia los sectores más excluidos de la sociedad según los criterios religiosos de la
época: prostitutas, recaudadores, leprosos... Su mensaje resulta escandaloso: los
despreciados por los hombres “importantes” y más religiosos tienen un lugar
privilegiado en el corazón de Dios. La razón es sólo una: son los más necesitados
de acogida, comprensión, dignidad y amor humano. Para Jesús el amor tiene un
valor supremo en las relaciones humanas, civiles y religiosas.
Así lo exige la llegada del reino de Dios. La novedad de su mensaje despierta la
alegría y el agradecimiento en los pecadores, pues se sienten aceptados por Dios,
no por sus méritos, sino por la gran bondad del Padre del cielo. Los «perfectos»
reaccionan de manera diferente: no se sienten pecadores, ni tampoco perdonados.
No necesitan de la misericordia de Dios. Las palabras de Jesús los deja indiferentes.
Esta prostituta, en cambio, conmovida por el perdón de Dios y las nuevas
posibilidades que se abren a su vida, no sabe cómo expresar su alegría y
agradecimiento.
El fariseo Simón ve en ella los gestos ambiguos de una mujer de su oficio, que solo
sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y seducir con sus perfumes. Jesús, por el
contrario, ve en el comportamiento de esa mujer impura y pecadora el signo
palpable del perdón inmenso de Dios. Mucho se le debe de haber perdonado,
porque es mucho el amor y la gratitud que está mostrando.
¿No tendrá razón Jesús?... ¿No será el Dios de la misericordia la mejor noticia que
podemos escuchar todos?... Ser misericordiosos como el Padre del cielo, ¿no será
esto lo único que nos puede liberar de la impiedad y la crueldad?... Y si todos los
hombres y mujeres viven del perdón y la misericordia de Dios, ¿no habrá que
introducir un nuevo orden de cosas donde la compasión no sea ya una excepción o
un gesto admirable, sino una exigencia normal de los discípulos de Jesús?... ¿No
será ésta la forma práctica de acoger y extender su reino universal en medio de sus
hijos e hijas?...
Algún día tendremos que revisar, a la luz de este ejemplo de Jesús, cuál es nuestra
actitud en las comunidades cristianas ante ciertos colectivos como las mujeres que
viven de la prostitución o los homosexuales y lesbianas cuyos problemas,
sufrimientos y luchas preferimos casi siempre ignorar y silenciar en el seno de la
Iglesia como si para nosotros no existieran.
No son pocas las preguntas que nos podemos hacer. ¿Dónde pueden encontrar
estas personas una acogida parecida a la de Jesús?... ¿A quién le pueden escuchar
una palabra que les hable de Dios como hablaba Él?... ¿Qué ayuda pueden
encontrar entre nosotros para vivir su situación concreta desde una actitud
responsable y creyente?... ¿Con quiénes pueden compartir su fe en Jesús con paz y
dignidad?... ¿Quién es capaz de intuir el amor insondable de Dios a los olvidados
por todas las religiones?...
Fr. Roberto Ortuño O.P.
Torrent-Vedat (Valencia)
Con permiso de: dominicos.org