Ciclo C: XII Domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
La paradoja de creer en el Cristo de Dios
La primera lectura nos manifiesta una profecía de lamentación y de esperanza,
presentada en clave escatol￳gica (“en aquél día”) y que ha sido releída como
anuncio mesiánico. Zacarías no sólo habla en el contexto de la reconstrucción del
Templo de Jerusalén después del exilio sino que anima a mantener la esperanza en
la restauración de la propia nación, resaltando por ello la casa de David y el
repoblamiento de Jerusalén. Nuevamente, resuena la paradoja de quien tiene que
soportar un dolor inmenso y que es enviado por Dios para esto. El “traspasado” que
tiene que ser contemplado es el medio para comprender el valor de la restauración
salvífica. Tras un tiempo de duelo incomprensible, retratado quizá en un rito
fúnebre realizado en el valle de Meguido, se avizora un tiempo de gracia y favor,
como manantial que purifica el pecado y la inmundicia de un pueblo que no supo
entender tal paradoja salvífica. Sin duda, un texto con tinte escatológico pero
releído por el judaísmo como profecía mesiánica y más aún por los cristianos
quienes vieron en Jesús al “traspasado”, que no pudo ser reconocido en su
momento como el Hijo Único de Dios, cuya muerte cruenta abrió el manantial de la
salvación.
Pablo en este fragmento de la carta a los Gálatas, se encuentra presentando sus
argumentos defendiendo la gracia salvífica de Dios en Cristo en contraposición de la
Ley, aunque aclarando su valoración respectiva. Para poder llevarlo a cabo, se
sustenta en la propia Escritura. De allí la insistencia en religar la promesa de
salvación hasta Abraham a partir de la bendición en él para todos los pueblos. Por
tanto, la heredad se convierte en la llave de comprensión para el plan salvífico de
Dios en Cristo. Una nueva etapa de la historia se ha abierto con Cristo. La ley sirvió
para Israel como camino de discernimiento acerca de la voluntad de Dios, pero la
plenitud de la obra de Cristo, reivindica una condición ya prometida a los herederos
de Abraham, que no pueden limitarse a las fronteras de raza, condición ni sexo.
Somos uno en Cristo y desde esta nueva visión debemos configurar la convivencia
humana.
Lucas ha recogido este pasaje probablemente de la tradición marcana aunque lo ha
configurado propiamente a su interés evangélico. La identidad de Jesús es un tema
transversal a los cuatro evangelios y es importante que el discípulo, más aún el
cristiano, tenga la certeza de que Jesús es el Hijo de Dios. Para Lucas todo
momentos significativo en la vida de Jesús y de sus discípulos debe ser precedido
por la oración y así inicia este episodio. Lucas ha presentado la actividad pública de
Jesús en Galilea en esta primera parte, previo a la secci￳n llamada del “camino a
Jerusalén” y ha visto conveniente insertar este diálogo antes de la resoluci￳n
definitiva de ir a la ciudad santa, lugar de la revelación plena de su misión. Las
expectativas de la gente encierran la esperanza de un mesianismo de tinte profético
(Juan Bautista, Elías, profeta de los antiguos). La pregunta vuelta hacia lo que
piensan sus propios discípulos suscita la respuesta de Pedro: “Tú eres el Cristo de
Dios”. Es evidente que tal respuesta es acertada, pero aún no se ha se￱alado el
destino de este “Cristo”. Para Lucas esto es importante y por ello Jesús anuncia su
destino antecediendo la f￳rmula lucana: “es necesario”. El designio salvífico de Dios
se hace incomprensible para los discípulos y también para todos los que deseen
seguir al Cristo de Dios. La invitación a seguirlo no solo es para sus discípulos más
cercanos sino para todos. No basta con negarse a sí mismo sino que debe cargarse
la cruz “cada día”. Para Lucas el énfasis está en el testimonio cotidiano del cristiano
y de asumir la paradoja de su fe hasta en los momentos donde las cosas parecen
darse en el misterio de lo incomprensible: perdiendo la vida es posible alcanzar la
salvación, ganando la vida trae como consecuencia la perdición.
La incomprensión de un proceso salvífico a través del sufrimiento y el dolor sigue
siendo la piedra de toque de toda reflexión religiosa. Las cosas se nos perfilan
desde realidades tan sonadas y deseadas como la felicidad plena y el placer
imperecedero, pero desde nuestra frágil realidad humana, nos resulta difícil escapar
a meditar y valorar los sufrimientos y dolores de esta vida. Necesitamos también
creer que en medio de las realidades adversas y dolorosas también hay signos de
manifestación salvífica de Dios. Quizá muchas veces en la propia experiencia es
difícil confesar tal verdad, pero aún con el velo que representa el dolor inmenso de
perder al “primogénito” (quizá uno de los momentos más duros para quien vive en
un entorno donde la descendencia es la continuidad de la vida de uno mismo) se
nos invita a confiar que todo debe tener un sentido profundo y que puede
convertirse en manantial de vida y de pureza. Esto sólo puede ser entendido
cuando nos dejamos llenar por el espíritu de gracia que se irradia sobre el corazón
del hombre y quien vive esta experiencia unido a un pueblo necesitado siempre de
salvación, pero de una salvación mucho más trascendente que las propias
expectativas terrenales.
El cristiano tiene que ser capaz de ver más allá de las diferencias entre los seres
humanos. Como vemos es una tarea ardua y muchas veces difícil de lograr. La
gracia de Cristo Jesús nos invita a contemplar de otro modo la realidad con lo que
la propia opción cristiana pasa a ser la paradoja tantas veces incomprendida por los
hombres de todos los tiempos. En un mundo donde parece necesario que unos
tengan más que otros, donde resulta “justificable” que unos vivan más que otros,
donde es preciso mantener las desigualdades para que las cosas funcionen, es
preciso que surjan testimonios de humildad y de fraternidad universal que nos
conmuevan y comprometan a mantener la esperanza de hombres y mujeres, tantas
veces vapuleada por promesas incumplidas. No hay perspectiva de futuro sin
testimonio de presente. Nuestra salvación como herederos del reino no sólo se
perfila como una esperanza hacia el más allá, se hace viva y latente en el presente
de un corazón creyente que vive su salvación en el hoy de la historia y en la que no
se encuentra solo sino acompañado.
La pregunta trascendental acerca de la identidad de Jesús repercute en la pregunta
acerca de nuestro seguimiento. Una respuesta tan sencilla y contundente como la
de Pedro ha abierto un panorama muchas veces desconcertante para el que desea
seguir a Jesús. Hoy nos pasa lo mismo y por ello es preciso pedir a Dios la fortaleza
de la fe. A pesar de todo lo que nos pueda pasar, pidamos a Dios que nos conceda
la gracia de seguir buscándolo, de confiar en él. ¡Cuántas vidas se van secando
pero siguen buscando el agua viva! Como el salmista, no dejemos de buscar el
manantial que puede saciarnos la sed de tantas incomprensiones en la vida. Tal vez
muchos en estos momentos les cueste alabar y bendecir a Dios por las situaciones
que viven, pero oremos como Iglesia para que llegado el momento puedan
contemplar al que “traspasaron”, puedan ser revestidos del Espíritu de Cristo,
puedan cargar la cruz cada día, y con nosotros, podamos un día asumir y
comprender la presencia de un manantial que puede saciar nuestra apremiante sed.