SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
29 de junio de 2013
Hch 12, 1-11; 2 Tim 4, 6-8.17-18; Mt 16, 13-19
San Pedro y San Pablo, hermanos y hermanas, eran muy diferentes el uno del otro,
por origen, por formación, por temperamento. Pero les movía un mismo amor:
Jesucristo. Y un mismo ideal: la edificación de la Iglesia, la solicitud para las
comunidades cristianas que ellos, llevados por el Espíritu, habían ayudado a formar.
La liturgia de hoy, precisamente, da tres características comunes de estos dos
apóstoles de los que celebramos la solemnidad. Lo cantábamos al inicio: Pedro y
Pablo "plantaron la Iglesia"; derramando su sangre, “bebieron el cáliz del Señor" y
lograron "ser amigos de Dios" (cf. Antífona de entrada).
La primera de estas tres características remarca el celo apostólico que les movía a ir
creando comunidades cristianas y a dinamizarlas con el esfuerzo, la abnegación y los
sufrimientos personales. La segunda, destaca el martirio cruento que sufrieron ambos
y, por tanto, el don de su vida por causa de Jesucristo. La tercera característica
subraya su relación con Dios hecha de un amor confiado, por eso habla de amistad;
de una amistad vivida, en el caso de Pedro, en la convivencia diaria con Jesús por los
caminos de Galilea y cerca del lago de Genesaret; y, en el caso de Pablo, en un
diálogo de fe íntimo, místico, vivido en la oración. Si las dos primeras características,
la formación de comunidades cristianas y el martirio, en el canto de entrada eran
mencionadas en pasado, la tercera, la de su relación amistosa con Dios, la decía en
presente: "son amigos de Dios". Lo son también ahora. Porque San Pedro y San Pablo
no son dos personajes del pasado, sino dos apóstoles que viven en Dios para
siempre. Estas tres características los unen y hacen los cimientos de la Iglesia; no sólo
la "plantaron en el pasado" sino que todavía hoy, con su testimonio y con su palabra
contenida en los escritos del Nuevo Testamento, continúan afianzando, nutriendo e
iluminando las comunidades cristianas. Y nosotros podemos confiar en su solicitud por
la Iglesia de nuestros días extendida de oriente a occidente y podemos invocarlos en
la oración.
Al lado, sin embargo, de estas realidades que les son comunes, la liturgia de hoy
destaca, también, la complementariedad de los dos apóstoles. Tienen muchos
aspectos diferentes, pero son complementarios. Y esta complementariedad es
enriquecedora de la vida eclesial. Estuvieron unidos en lo fundamental de la fe
cristiana y fueron complementarios en la diversidad de dones y de carismas.
Concretamente, la liturgia remarca que si bien San Pedro fue el primero en confesar la
fe en Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios vivo , tal como hemos oído en el
Evangelio, San Pablo, en sus cartas explicó esta fe y la profundizó en las
consecuencias salvadoras. Y, además, dentro de la complementariedad, la liturgia
destaca también que San Pedro instituyó la primera comunidad eclesial procedente del
judaísmo y San Pablo, en cambio, fue evangelizador y fundador de comunidades
cristianas entre los no judíos o paganos. Pedro, según nos enseña la tradición, murió
crucificado como Jesús y por humildad quiso que lo pusieran boca abajo para no ser
igual que el Maestro, Jesucristo. Pablo, en cambio, ciudadano romano como era,
murió decapitado. Lo fundamental es que cada uno siguiendo su camino de fidelidad a
Jesús y al Evangelio, contribuyó a reunir la Iglesia, familia de Cristo. En Roma, dieron
la vida por Cristo de una manera diferente, pero han recibido la misma corona del
martirio.
Dios ha querido que Pedro y Pablo se complementaran en su entrega hasta el final a
la causa de Jesucristo. Y fueran así un ejemplo para la Iglesia. Porque la unidad y la
complementariedad que hubo entre San Pedro y San Pablo se da entre todos los
cristianos. Y de la complementariedad bien entendida, resulta la armonía, es decir, de
la cooperación sencilla y realista, basada en el amor fraterno, brota la riqueza de
servicios y de vocaciones eclesiales. En la Iglesia, pues, hay unidad de misión y
diversidad de carismas. Efectivamente, la misión de la Iglesia, que todo bautizado
debe procurar llevar a cabo, es la de testimoniar la verdad y el amor de Dios revelados
en Jesucristo para llevar a la humanidad entera la buena noticia del Evangelio, una
buena noticia que es transformadora de la historia, para hacer conocer a la humanidad
cómo es amada por Dios y cómo puede encontrar el camino de la felicidad que sacia
en plenitud. Pero esta misión única se ejerce a través de la diversidad de dones que
Dios ha repartido a cada uno. Estos dones son llamados "carismas" porque son un
don particular y gratuito que el Espíritu Santo concede para que todos colaboren en la
misión evangelizadora, dinamizando la vida eclesial y transformando el mundo según
los valores evangélicos. Esta multitud de dones, de carismas, es complementaria,
como lo fueron los carismas de San Pedro y San Pablo. Y constituye una armonía
constructiva que tiene como finalidad el bien de todos. Todos nosotros tenemos, de
una manera u otra, un carisma, un don peculiar del Espíritu. Cada uno de nosotros,
jóvenes y mayores, lo tiene. Y debemos saberlo descubrir para ponerlo al servicio de
los demás, dentro de la misión de la Iglesia.
Es una consecuencia de nuestro bautismo. Y nos empuja al testimonio, a comunicar la
razón de nuestra fe en Dios y de nuestra esperanza en Jesucristo. Este testimonio lo
tenemos que ofrecer sobre todo con la vida, que es la que da autenticidad a todo lo
que decimos. Pero también debemos comunicar de palabra lo que da sentido a
nuestra existencia. En esto, nosotros somos continuadores de la misión de los
apóstoles, y, de una manera similar a la de ellos, tenemos que ayudar a la
implantación y a la vitalidad de la Iglesia, no como un fin en sí misma, sino como
portadora del mensaje del Evangelio. Como los apóstoles, tenemos que gastar nuestra
vida por causa de Jesucristo al servicio de la humanidad, y, como ellos, por medio de
la oración y del amor fraterno, debemos ser cada día más "amigos de Dios" , amigos
de Jesucristo que nos lo revela.
La solemnidad de los dos grandes apóstoles Pedro y Pablo, celebrada en el año de la
fe, nos invita, pues, a profundizar nuestra conciencia de discípulos de Jesús y de
miembros de la Iglesia, nos invita a vivir con coraje y con entusiasmo los dones que
Dios nos ha hecho para que los pongamos al servicio de los demás. La Eucaristía nos
da la fuerza y nos empuja a ser testigos de fe, de esperanza y de amor arraigados en
Jesucristo, el Hijo del Dios vivo.