Ciclo C: XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46)
Sufrimos. Nos herimos y nos dañamos. No estamos exentos de las aflicciones y
las enfermedades. El mismo día de nacer, ya tenemos la edad suficiente para
morir.
Con todo, se les promete a los misioneros del reino y la sanación de Dios que nada
les hará daño. Los enviados por Jesús—aun sin ser de la «jerarquía»—reciben de él
la potestad para resistir a Satanás.
No les dice Jesús que vayan a cazar serpientes para que luego las demuestren vivas
en las manos. Promover la paz es parte de su misión, pero no reina aún la armonía
perfecta profetizada en Is. 11, 6-9.
Por ahora, cuanto más lejos del áspid y de la serpiente, mejor. Y, ¡cuidado!, que
aún son depredadores los lobos, las panteras y los leones. Los corderos enfrentan
daño y estrago todavía.
Quedando así la realidad, entonces la promesa de Jesús debe tener este otro
sentido: ningún daño se les hace a quienes, sufriéndolo, no se dejan vencer por
él. Harán y verán a Satanás caer del cielo los discípulos que imiten al Maestro.
Éste, sometido al suplicio de la cruz, afirma su confianza en el Padre. Le invoca de
todo corazón, entonando: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Como el Siervo Sufriente, Jesús es el cumplimiento de lo que el pueblo israelita
debe ser: totalmente sumiso al Señor y fiándose de él, ungido con el Espíritu y
enviado para evangelizar a los pobres, la luz de las naciones, la justicia y la
alabanza ante ellas. Su fidelidad en medio de las tribulaciones será recompensada;
el Señor lo consolará.
Sí, como Jesús hemos de ser. Correremos perseverantes la carrera misionera, fijos
los ojos en el que soportó la cruz y ahora está a la derecha del trono de Dios.
Despreciaremos la ignominia del sufrimiento y no nos dejaremos abatir. Nos
alentaremos pensando en los innumerables mártires, más numerosos hoy que ayer
(Papa Francisco).
Nuestra confianza en Dios será tal que, fundados en el amor, tendremos por
cierto—como nos enseña san Vicente de Paúl—que nada malo nos sucederá y que
todo nos servirá para el bien, aunque parezca que estamos a punto de perecer
( Reglas comunes de la C.M. II, 2; XI, 732).
Y rogaremos confiadamente al dueño de la mies, sin inquietarnos demasiado de lo
pocos y a veces escandalosos que son los obreros. Los alarmistas, inclinados a la
acritud, nos acordaremos del consejo vicentino sobre la manifestación del Señor no
en la conmoción, sino en la tranquilidad (II, 61-64). Quizás el dueño ya manda
segadores y segadoras, pero sin que los reconozcamos, vueltos locos nosotros de
rigidez (Papa Francisco) y ebrios de las expectativas acostumbradas.
Nos fiaremos además de las instrucciones misioneras de Jesús. Le importan la
colaboración y la compartición. Pide que sus colaboradores seamos pobres,
comiendo y bebiendo de lo que tengan los misionados, sencillos, resueltos, y tan
desinteresados que evitemos incluso toda apariencia de oportunismo. Quiere que
estemos dispuestos a ir con ligereza y con sentido de urgencia a nuestra misión, sin
retrasarnos a causa de mucho equipaje.
Finalmente, nos gloriaremos de las marcas del sufrimiento y seremos constantes en
proclamar la muerte del Señor hasta que vuelva. Así se indicará que tenemos
vencido a Satanás, sí. Pero será, sobre todo, nuestra confesión viva de que lo
milagroso que cuenta y nos alegra no es que nada nos haga daño, sino que lo
soportemos para hacernos como el Sanador Herido.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)