Ciclo C: XV Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Aprended lo que significa: «misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9, 13)
Santiago y Juan, impetuosos y presumiendo—no diferentes a unos modernos
homólogos suyos—de tener la mente de Dios, desean la ruina de los samaritanos.
Los samaritanos, además de practicar una religión espuria, no reciben a Jesús de
camino a Jerusalén.
Pero Jesús regaña a los hermanos. La venganza y la inquisición solo llevan a más y
peores violencias y cismas. Más adelante, contará una parábola para contestar a
un aficionado a la dialéctica. Efectivamente, cuestionará estereotipos de los que
quizás tienen mucho que ganar más que nadie los letrados y los encargados del
culto en el templo de Jerusalén, a diferencia del culto en el Monte Gerizim. La
parábola también describirá al narrador.
Jesús es como el samaritano que es el prójimo de la persona en situación
desesperada. No le preocupa el riesgo de contagiarse de alguna impureza que le
descalifique del culto. Come con publicanos. Se deja tocar por una prostituta. No
rehúye a leprosos; los cura, al igual que cura a una mujer con hemorragia. Bien
sabe que el culto puro es socorrer a los indefensos y no mancharse de la
indiferencia y el egoísmo del mundo. El que por nuestra salvación ha bajado del
cielo es el primero de los que «dejan a Dios por Dios».
No se le ocurre al samaritano que la escena pueda ser solo una martingala de parte
de los bandidos. Se conmueve de lástima hasta las entrañas que, sin ver peligro
alguno, sin ningún miedo, se acerca al medio muerto y se agacha. Y no da
solamente los primeros auxilios.
Así de resuelto, Jesús enfrenta con valentía su destino para llamar a todos a la
conversión y llevar a pleno término el reino de Dios y su justicia. Por nosotros
contaminados, todo lo entegra el Salvador, «haciendo la paz por la sangre de su
cruz», sin pedir ningún DNI, pues, ser hijos e hijas de Dios es suficiente (Papa
Francisco).
Ratificamos este parentesco con el Padre celestial, que es bondadoso con los justos
e injustos, precisamente en cuanto lo imitamos, amando y haciendo el bien a todos,
rezando por todos, amigos y enemigos, apoyantes y oponientes, bienhechores y
perseguidores. Y reconocemos debidamente a Jesús como el primogénito en la
medida en que somos como él, el siervo que da su vida por nosotros.
Cuando practicamos, como Jesús, la misercordia con los desamparados, nuestra
celebración eucarística es pura delante de Dios y elogiable. Así cumplimos también
el mandamiento del Señor que está muy cerca de nosotros: al Verbo encarnado lo
acariciamos y le besamos las llagas con ternura al acariciar nosotros y besarles las
llagas a los pobres, lo que constituye el camino—y no hay otro—para encontrarnos
con Jesús-Dios (Papa Francisco).
Este único camino, claro, es el de los seguidores de san Vicente de Paúl y del beato
Federico Ozanam. Captando también el misterio en los sufrientes, mediadores de
la luz (Lumen fidei 57), los dos nos exhortan a contemplar a los pobres como
representantes del Hijo de Dios y a proclamar, postrados a sus pies y tocando sus
llagas: «¡Señor mío y Dios mío!» (XI, 725; Carta del beato a Luis Janmot, 3 de
noviembre de 1836).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)