XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
DE JERUSALEN A JERICO…
Padre Pedrojosé Ynaraja
El trayecto de Jerusalén a Jericó es uno de los más habituales de viajeros y
peregrinos. En mis primeros viajes, todavía el trazado de la carretera coincidía casi
exactamente con el camino del tiempo de Jesús. Fue mejorando el curso, la
anchura y el firme, de lo que ahora ya es una autovía. De todos modos si uno va en
vehículo pequeño, sabe y busca, puede conseguir salirse del alquitranado y,
apartándose un poco, llegar a la antigua senda, arrinconarse de tal manera que no
pueda ver nada técnico ni moderno, y desplazarse caminando, por el que aun hoy
en día también utilizan tribus beduinas. En tal situación, leer el fragmento del
evangelio del presente domingo, resulta de más fácil comprensión y emocionante y
por ende comprometedor.
La distancia entre las dos poblaciones es de unos 30km. Pero el desnivel entre una
y otra es muy grande. Jerusalén está a 535 m. sobre el nivel del mar y Jericó cerca
de los 400 debajo del mediterráneo. Cruza uno un pequeño desierto por entre los
wadis. Mira en derredor y solo acierta a ver áridas superficies redondeadas, cual
montoncitos de arena que un niño levanta en la playa. En este caso en realidad son
montonazos. A derecha e izquierda todo son rincones y vericuetos. Imagina uno
que van a bajar por cualquier lado, bandidos atracadores de turistas, de los que ni
sabrá cómo, ni podrá defenderse. Situación semejante a la de la parábola.
Si esto lo experimentamos hoy cual juego mental, las gentes de aquel tiempo
sabían que el peligro existía siempre, de aquí que viajasen formando grupo, para
prestarse mutua defensa y ayuda. Pero no siempre, como el protagonista-víctima
del relato.
Cuando uno sufre un accidente en solitario, y puede mantenerse en sus cabales, y
hablo de ello por experiencias que, gracias a Dios, nunca fueron graves, la
sensación que más le angustia a uno es la soledad o la de advertir que, aunque sea
capaz de levantar la mano para mostrar que yace en el suelo, pasan vehículos sin
advertirlo o sin parase, para evitar retrasar sus programados planes de hombres de
negocios, evitarse interrogatorios en el hospital, o perder el tiempo llamando y
esperando el servicio público de ambulancias. La típica y suprema razón de hoy en
día: no tengo tiempo.
La maniobra más fácil para explicar actualizando la parábola del Señor, mis
queridos jóvenes lectores, sería decir: pasó un obispo y no se paró, pues, iba a un
pueblo de Visita Pastoral... Tampoco un sacerdote que se desplazaba a decir misa a
una lejana población… Pero un emigrante que en su viejo utilitario marchaba a
recoger fruta de temporada y sin contrato, este sí que le atendió. Trasponer de tal
manera el relato es fácil y sumamente entendedor. Ahora bien y a fuer de sinceros,
la mayoría de nosotros, acabada la tal lectura, nos quedaríamos tranquilos, sin
arrepentirnos de nada, ni hacernos propósitos de enmienda, sin siquiera habernos
examinado. Añádase que, por lo menos en mi caso, la carretera por la que cada día
paso, está franqueada de férreos raíles que impiden detenerme y, si llegan las
fuerzas de tráfico, prohíben demorarse allí. O, como me ocurrió hace pocos días,
evolucionaba un helicóptero encima, tratando de aterrizar, para, supuestamente,
trasladar al herido a un centro asistencial, las aspas giraban a gran velocidad y la
autoridad correspondiente me impidió detenerme.
Os confieso que yo he recordado la parábola del Señor en algunas circunstancias
adversas que os contaré. Se trataba en ambos casos de personas que habían
desaparecido. Podían estar colgadas en una pared vertical, sujetas y aseguradas,
pero sin comida, ni abrigo suficiente, llegada ya la oscuridad de la noche. Habían
salido a escalar y prometido volver al mediodía, se había hecho de noche y nadie
sabía donde paraban. No se podía excluir la posibilidad de que hubiera fallado
alguna fijación o roto la cuerda, y estuvieran al pie del escarpado muro, heridos o
muertos, destrozados sus cuerpos por la caída. (os cuento que no les paso nada,
excepto hambre y frio, ambas cosas soportables)
En otras ocasiones se trataba de personas desaparecidas, sin que se supieran sus
planes, podían estar perdidas, mareadas o muertas de hambre. Podían haber
escogido el suicidio… La decisión más sencilla era siempre considerar que era labor
propia de equipos de rescate a sueldo. A nadie le gusta estas labores.
Acudir a sofocar un incendio forestal extenso, de sotobosque inmenso, humo
sofocante y donde uno no puede hacer otra cosa que golpear la llamarada, con un
manojo de ramas de arbustos verdes, tratando, sin aparentemente conseguirlo, de
cortar el avance, mientras el sofoco del humo molesta y piensa que tal vez alguien
más avanzado sufre irritación de la vista ahogo, quemaduras… ¡Es tan fácil decir
que es labor que corresponde al cuerpo de bomberos!
Pasando a un terreno diferente y sin apariencias visuales de dramatismo. La
persona que no tiene dinero, que le van a cortar el suministro del agua y de la
electricidad de inmediato. Tiene fijada la hora de entregar lo que debe y carece del
importe y no es por vicio. Lamentablemente teníamos el dinero ahorrado para el
viaje preparado de antiguo. Los compañeros esperan, la mochila preparada. La
solución se la debe prestar los responsables de asistencia social…
¿Cómo se debe amar al prójimo en estos y otros terrenos?
(de antiguo se ha pensado que cuando el Maestro pronunció esta enseñanza, se
estaba refiriendo a un suceso ocurrido aquellos días. Por el camino, hoy autovía,
han acondicionado un área de descanso, para recordar el posible, que no
imaginario, hecho. Antiguamente un beduino, con su correspondiente camello viejo
y sucio, se prestaba a que tomaras un té y le dieras lo que te apeteciera, si es que
querías. Hoy ya se levanta algo más suntuoso y por descontado lugar de comercio,
no os lo puedo explicar, ya que, como es de suponer, mis queridos jóvenes
lectores, me indigna que se aprovechen del evangelio para negociar a partir de una
enseñanza entrañable del Señor).