XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Padre Julio González Carretti O.C.D
a.- Dt. 30, 10-14: El mandamiento está muy cerca de ti; cúmplelo.
El autor sagrado nos presenta un problema teológico que puede suscitar el tema de
la Ley y su trascendentalismo casi inaccesible (cfr. Dt. 29-30). La alianza se
expresa en la Ley, de ahí su cercanía y comprensión por parte del hombre, pero la
objeción tiene mucho de real, porque no hay que olvidar que la alianza es relación
con Dios en su misterio, distante, inaccesible. Es cuando el autor sagrado, nos
recuerda que Yahvé es cercano en su revelación, accesible en su Ley.
Trascendencia divina y cercanía, se expresan en una voluntad hecha alianza. Desde
esta perspectiva la Ley no es tan misteriosa ni inaccesible; no hay que ir por ella al
cielo, ni correr grandes distancias para alcanzarla o conocerla: está dentro de la
alianza, por lo mismo, en medio del pueblo, la tiene en su memoria, en corazón o
interior, en sus labios para pronunciarla. Se conjugan el origen divino de la Ley, y
su encarnación o materialidad en la palabra humana. Por ella, viene Dios en el
Sinaí a su pueblo Israel; el pueblo fue convocado para ir al encuentro del Dios
trascendente, pero que ahora, se hace compañero de camino de aquellos que
obedecen sus mandatos. La finalidad de la Ley pasa ahora por otra fase: que el
destinatario la haga suya, es decir, la interiorice, la asimile como su vida (cfr. Jr.
31, 33). Sin esta asimilación la Ley, se convierte en un yugo insoportable de llevar.
Nace el deseo de corresponder con diligencia a la voluntad divina, con Dios que se
ha revelado Salvador; es entonces, cuando el cumplimiento de la Ley, viene
impulsado desde lo interior. Es la fuerza de Dios que irrumpe en el hombre, donde
ya no hay distancia entre el hombre y la Ley, que el autor sagrado expresa en
palabras como: en tu corazón, en tus labios a tu interior aluden que desde ahora la
Ley está dentro del ser humano. Es Dios y su voluntad que se hace vida en la
existencia de la persona; es ÉL quien pronuncia la palabra que se encarna en la
Ley, y da la fuerza para corresponder al querer divino con presteza.
b.- Col. 1, 15-20: Todo fue creado por Él y para Él.
Pablo presenta a los cristianos de Colosas todo el misterio de Cristo desde la
creación del mundo hasta su consumación. El apóstol, fundamenta toda su
predicación desde el misterio central de la fe cristiana: la Resurrección de Cristo. Es
el comienzo de la nueva creación, el Primogénito de entre los muertos (cfr.1 Cor.
15, 20-23; Rm. 1,14); primicia de la Resurrección, restaurador de todo lo que
existe. Con Él comienza la nueva etapa de la historia, cuyo fin conoceremos en la
hora de la consumación escatológica, el final de los tiempos. Pablo despliega el
proyecto de la nueva economía de la salvación, remontándose a la creación, cuando
Dios crea al hombre a su imagen (cfr. 1Cor. 15, 45-48; Rm. 5; Gn. 1, 26-27), con
lo cual, está pensado ya en Cristo Jesús, nuevo Adán, que llevará acabo esa
semejanza con Dios a su plenitud. Al Dios vivo lo puede representar sólo Aquel que
ha vencido la muerte: Jesucristo el Señor. Por eso, Cristo es el Primogénito de toda
criatura, el primero en el orden de la creación que lo concentra todo y desde lo que
todo queda supeditado. Con su resurrección, Jesucristo queda íntimamente unido a
todo el cosmos para que alcance su plenitud; en ÉL todo llega a su plenitud, destino
que tienen todas las cosas desde el principio. Pero lo admirable de esta visión, es
que Jesucristo, se ha implicado a fondo con la miseria humana al asumirla en su
encarnación, y sucumbiendo a todos sus componentes, menos el pecado, pero
incluida la muerte. Es el gesto salvador por antonomasia, y no un destello de
heroísmo; Cristo muere para resucitar. Los bautizados tienen vida nueva, cuando
son sumergidos en la muerte de Cristo (cfr. Rm. 6). Las realidades terrenas, para el
discípulo de Jesús de Nazaret, están cristificadas, es decir, llenas de la presencia de
Aquel, que quiso hacerse uno de nosotros para conducirnos al Padre, donde nos
espera y darnos parte de su gloria.
c.- Lc. 10, 25-37: El buen samaritano. ¿Quién es mi prójimo?
El evangelio, nos presenta la pregunta de un doctor de la ley, o sea, un entendido
en la Ley de Moisés, es lógica después de haber hablado Jesús a los discípulos que
sus nombres están inscritos en el cielo. Era obvio preguntar por la vida eterna, y
cómo llegar a ella (cfr. Mc. 10,17), interrogante que la gente dirigía a los maestros
de la Ley. La pregunta era por las obras que debían realizar, para heredar la vida
eterna. ¿Qué era la vida eterna? Siglos atrás los judíos, habían comenzado a creer
en la vida eterna, lo que diferenciaba a justos y pecadores. El texto más concreto
de esta esperanza es: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se
despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno.”
(Dn. 12, 2). La inquietud del legista, se asemeja a la del joven rico, por ello quiere
estar seguro. Jesús, como buen Maestro, reconoce que el hombre es un entendido
en la ley, y le exhorta a escudriñar las Escrituras: ¿qué hay escrito en la Ley? (v.
27). El jurista responde con el mandato de amar a Dios y al prójimo, nada original,
todo basado en la palabra de Dios (cfr. Dt. 6,5; Lv. 19,18). Sin embargo, en la
respuesta hay toda una novedad, porque el jurista une los dos mandamientos, los
pone en paralelo; Jesús le da la razón al doctor de la ley. Lo que más se le parece,
es la denuncia que el Señor hace del culto falto de justicia y misericordia (cfr. Am.
5, 21-24; Os. 2, 21; Miq. 6, 6-8; Is. 9, 1-6; Jer. 7, 1-11). Pero el jurista pregunta
hasta dónde, llega el mandato en la vida práctica: ¿quién es mi prójimo? (v. 29).
Jesús responde con una parábola, donde queda claro el obrar divino y el humano.
A partir del obrar del hombre, se hace comprensible el obrar de Dios. El hombre
que bajaba a Jericó, fue asaltado y quedó medio muerto por los ataques sufridos.
Pasan de largo, el sacerdote como el levita, al verlo tirado, pensaron que estaba
muerto, no quisieron tocarlo, pues el contacto con cadáveres, causaba impureza
legal (cfr. Lev. 21,1). En este caso, los movió el propio interés, y no el amor
compasivo. Como hombres religiosos conocían el precepto, pero establecían una
separación entre el culto y la misericordia. El samaritano, en cambio, se
compadeció supera la animadversión que existía entre judíos y samaritanos. Su
compasión es fecunda, porque realiza sus acciones a favor del necesitado desde
montarlo en cabalgadura, hasta curarlo en la posada. La pregunta de Jesús:
“¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los
salteadores? ÉL dijo: El que practicó la misericordia con él. Díjole Jesús: Vete y haz
tú lo mismo.” (vv. 36-37). En la pregunta del fariseo, el centro, es el mismo; en la
de Jesús, el centro es el prójimo, el necesitado. Desde ahora, todo necesitado será
prójimo para el discípulo de Jesús; donde la necesidad llame a la misericordia,
llama a la acción, al precepto del amor. La respuesta del fariseo satisfizo a Jesús
nuevamente, y le manda: “Haz tú lo mismo” (v. 37). El amor al prójimo es obrar a
favor del otro ser humano necesitado (cfr.1Jn.3,18;Sant.2,15ss). Los ministros del
templo, servían a Dios, pero no al prójimo; el samaritano los superó a todos,
cumplió con todo, por eso Jesús recuerda las palabras del profeta: “Misericordia
quiero y no sacrificio” (Os. 6,6). La mejor disposición interior para cumplir este
único precepto, es sentir misericordia, conmoverse las entrañas ante la miseria
humana (cfr. Mt. 5,7). Lo que nos presenta la realidad exige una respuesta, eso ha
de hacerse; es la entrega a la voluntad de Dios. El que ama a Dios, obra frente a la
miseria humana.
Santa Teresa de Jesús, pone el amor y la verdad como exigencias a la hora de
amar al prójimo. “Si queréis ser buen deudo, ésta es la verdadera amistad; si
buena amiga, entended que no lo podéis ser sino por este camino. Ande la verdad
en vuestros corazones como ha de andar por la meditación, y veréis claro el amor
que somos obligadas a tener a los prójimos.” (CV 20,4).