DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Joan M. Mayol, monje de Montserrat
14 de julio de 2013
Dt 30, 10-14; Col 1, 15-20; Lc 10, 25-37
La parábola que Jesús vuelve a proponer hoy al mundo entero, por medio de su
Iglesia, hermanos, nos es motivo de alegría y de esperanza. El desenlace de la breve
historia narrada nos hace ser más conscientes del incalculable número de
"practicantes", quizás no demasiado "creyentes", que junto con los fieles, en medio de
la crisis ética y social actual, viven anónimamente el primado del amor que esta
narración evangélica contiene.
La parábola propiamente ejemplifica la actitud que debe distinguir a los discípulos del
Reino, por ello el diálogo entre el maestro de la Ley y Jesús que nos propone san
Lucas no deja de ser, sobre todo para los creyentes, un toque de alerta para reavivar y
vivir con corazón más ensanchado la fe que profesamos con los labios.
Los dos primeros personajes que se acercan al hombre malherido, nos dice el texto,
venían de Jerusalén. El uno, como sacerdote, seguramente había oficiado en el
templo y volvía a su casa; había contemplado la belleza de la casa del Señor,
participado de sus cantos de fiesta, ofrecido el incienso y sacrificado el sacrificio de
comunión. Y el segundo, el levita, seguro que había encontrado algo nuevo y
apasionante en el estudio minucioso de la Ley que corroboraba sus seguridades y
confirmaba la tradición recibida. Pero ni la experiencia del culto ni la comprensión más
docta de la Ley, ante el infortunio de aquel desconocido, fueron capaces de generar en
su interior el fruto del amor que el culto y la Ley están llamados a suscitar en el
corazón del creyente. Sin amor todo es banal, hasta lo más sagrado. En cambio, el
samaritano, religioso, "de aquella manera", con una doctrina sobre Dios poco clara,
por el sorbo profundo de compasión que le suscitó la debilidad extrema de aquel
desgraciado, actuó con un amor digno del evangelio. Curioso. ¡Sorprendente!.
¡Preocupante, diría yo! Todo es sagrado cuando el amor se hace verdaderamente
presente.
A la cuestión que responde la parábola no es quién es mi prójimo como quien busca
clientes para ampliar el curriculum de cara a la vida eterna tal como apuntó
maliciosamente el maestro de la Ley, sino cómo vivir hoy, con autenticidad y
coherentemente, la proximidad de Dios que llena el alma del creyente con el don de su
amor, que ilumina con su Palabra el fondo más oscuro de su corazón para curar sus
heridas. Porque si su presencia en nuestra vida esencialmente es alegría de ser
amados -y la alegría, como el amor, son expansivos, es más, no llegan a ser plenos
hasta que no se comunican al otro, hasta que no llegan a compartir el mismo gozo y el
mismo bienestar- al prójimo no habrá que seleccionarlo de entre un montón, lo
encontraremos en el camino, lo que hay que hacer es dejar que el amor de Dios que
habita en nuestro corazón se haga tangiblemente próximo a través nuestro al otro en
toda ocasión, pero sobre todo cuando ese otro se convierte en víctima del sufrimiento.
La acción no es realizada en vistas a ninguna recompensa interesada, el creyente se
siente movido a compasión no por el supuesto beneficio que obtendrá sino por el valor
mismo de su vida y por la vida que Jesús ha dado por él. Y es que el amor de Dios,
cuando lo acogemos en nuestro interior de verdad, siempre sabe suscitar lo mejor de
nosotros mismos.
Hacerse próximo al otro, sin embargo, no debe querer decir invadir su espacio vital y
solucionarle todo, más bien debe ser darse cuenta de su fragilidad y tratarla con
respeto, lavar con mucho cuidado las llagas para que no se infecten y agraven más
aún su precaria situación, y vendar con delicadeza las heridas para que cicatricen y
recupere la salud tal como nos ha descrito la parábola del samaritano bueno. Todo
esto, ya lo vemos, no son cinco minutos, requiere tiempo, pide darse sin cansarse. El
creyente renueva sus fuerzas retornando constantemente, por medio de la oración, al
amor de Dios que le es frescura en el alma, y luz y coraje para el espíritu.
Con todo, la respuesta ineludible que toda persona debe dar en la vida concreta es la
que determina la calidad profunda de su verdadera identidad más allá de su filiación
religiosa. La conclusión de la parábola es muy clara; dirigida al interior de la Iglesia y
hacia fuera como una sola unidad. Tú, ve y haz igual!
En el prefacio que abrirá la Plegaria Eucarística de esta misa cantaremos la
ejemplificación máxima de esta parábola que se da en Jesús. Él, que es imagen de
Dios invisible, en su manera de vivir y de morir –amando- ha revelado el verdadero
rostro de Dios haciéndose buen prójimo de toda la humanidad.
La Eucaristía, memorial de este amor samaritano del Señor, nos es prenda de vida
eterna. Que ella despierte nuestro corazón, nuestra alma, todas nuestras fuerzas y
nuestro pensamiento, para que, percibiendo que somos queridos así por Dios
hagamos igual con todo el mundo, como hizo el Buen Samaritano.