No compres con quien trabajó, compra al que heredó, que no sabe lo que
costó.
Domingo 18 ordinario 2013, 4 agosto.
Si quieres ver a las gentes en su verdadera condición humana, ponles en frente de
una herencia y verás lo que pasa. Si antes los hermanos se veían como hermanos,
desde entonces comienzan a discutir como extraños y al final se comportan, triste y
penoso es decirlo, como perros rabiosos que tratan de defender el pedazo de carne
que quieren arrebatarles. Es la condición de los hombres llenos de deseos, llenos de
codicia y con deseos desmedidos de poseer y de gozar. Por eso mismo Cristo no
aceptó el mediar en la participación de una herencia como alguien se lo pedía, e
incluso fue más adelante y nos dejó una frase que pudiéramos pensar que está
teñida de pesimismo, sobre todo viendo el ejemplo que puso Jesús para no dejar
lugar a dudas de lo que él quería dejar como mensaje: “Eviten toda clase de
avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que
posea”. Y a continuación, Cristo deja caer su parábola que no deja lugar para
esconderse: se trata de un hombre rico que obtuvo una gran cosecha. Parece que
era tan rico, tan rico, que lo único que poseía eran riquezas. No se nombra mujer,
no se nombran hijos, no se nombran amigos. No se habla de ninguna conversación
con nadie. Con los únicos con los que puede entablar conversación son con sus
mismos bienes: “no tengo donde almacenar la abundante cosecha con la que me
han enriquecido mis campos. Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y
haré otros más grandes para guardar mis cosechas y todo lo que tengo” y a
continuación, aquél hombre se consuela se regocija y se alegra a sí mismo con la
posesión de sus muchos bienes: “Ahora podré decirme: ya tienes bienes
acumulados para muchos años; descansa, come, bebe, y date a la buena vida”.
¿A quién se parece este hombre? Maliciosamente pienso, ¿No se parece un poquito
a cada uno de nosotros? Aunque lo neguemos, en algún momento de nuestra vida,
ese afán se nos ha metido, a veces muy adentro, y nos entra la tentación de
poseer, de atesorar, de disfrutar a lo grande de lo que hemos conseguido. Muchas
veces hemos luchado y hemos conseguido cierto equilibrio, pero… pobre hombre,
del cual no conservamos su nombre ni ningún otro detalle que lo hiciera
reconocible. A lo mejor tendríamos que ponerle nuestro propio nombre, aunque
nosotros no seamos ricos de facto.
Hasta ahí todo iría bien, si la parábola no nos diera la conclusión: “Pero Dios le dijo:
‘insensato’. Ésta misma noche vas a morir, ¿'para quién serán todos tus bienes’. Lo
mismo le pasa al que amontona riquezas para sí, y no se hace rico de lo que vale
ante Dios”. ¿Verdad que a primera vista la conclusión puede sonar tremendamente
pesimista? Pero si somos sinceros, ¿no se parece este caso a los hombres que
nosotros conocimos y que de buenas a primeras murieron intempestivamente en
cama o en su despacho o a lo mejor en un momento de placer fuera de casa?
Tendríamos que añadir otro texto, del Eclesiastés o Cohélet, que también nos
suena a pesimismo, pero que también se parece a otros muchos casos que
conocimos: “Hay quien se agota trabajando y pone en ello todo su talento, su
ciencia y su habilidad, y tiene que dejárselo todo a otro que no lo trabajó”. Cuántas
gentes conocemos que disfrutan y despilfarran a manos llenas lo que no les costó,
sino que lo heredaron, al grado que canta el refrán: “no le compres al que trabajó,
cómprale al que heredó”.
Verdad, entonces, que no hay en las palabras de la Escritura Santa un solo tinte de
pesimismo, sino una mirada realista, que nos hace pensar entonces en las palabras
finales de la parábola: “Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí, y no
se hace rico de lo que vale ante Dios”. ¿Qué será entonces eso de “lo que vale ante
Dios”? De momento sólo se me ocurre pensar que lo único que podemos llevarnos
es lo que podemos poner en las manos de los que nos rodean, pues a las puertas
de la eternidad, los objetos que fueron tu más rico y preciado tesoro te dirán:
“Fuiste tonto, porque nunca te pertenecimos. Nos poseías, pero nunca fuimos
tuyos. Nos desfrutaste, pero siempre nos escapábamos de tus manos y cuando
querías más y más de nosotros, siempre nos reíamos, porque nunca podíamos
satisfacerte completamente, pues no caíste en la cuenta de que tu corazón era tan
grande que estaba hecho para otras cosas”. Insensato.
Ahora estamos a tiempo, con inteligencia podemos comenzar a poner en manos de
los demás lo que el Señor nos ha confiado, edificando un mundo más humano,
donde no sean los vienen materiales los que ocupen nuestra primera atención, sino
la atención a las personas que nos rodean y que sabes que están en necesidad. No
tienes que caminar mucho. Tú los conoces. Socórrelos, atiéndelos, ayúdalos,
anímalos, hazlos sentir persona, y tendrás ya un tesoro en el reino de los cielos.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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