Ciclo C: XVII Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Se pasó la noche orando a Dios (Lc 6, 12)
El ejemplo de Jesús que acaba de orar arrastra a un discípulo. Pide: «Señor,
enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Solicita para los seguidores
de Jesús no una oración cualquiera, sino una que les distinga de los seguidores de
otros maestros. Sin más, les dice el Maestro qué dirán cuando oren.
La oración distintiva de los discípulos de Jesús reconoce, primero que todo, la
paternidad de Dios—según el modo humano y patriarcal de hablar análogamente de
cosas divinas. Este reconocimiento da a conocer que los que pertenecemos a la
comunidad cristiana no debemos ser narcisistas, presumiendo de nuestro carácter
particular. Invocar a Dios como Padre denota ciertamente parentesco inmediato y
profunda intimidad; también exige que no nos cerremos a los diferentes de
nosotros ni les estimemos en nada. Son hijos también de Dios y, por consiguiente,
nuestros hermanos.
No podemos hacer, pues, lo que los escribas y fariseos, hinchados de pretensiones
de distinguida superioridad. Se mantienen separados de los demás, a quienes
califican de inmorales. Buscan para sí mismos las reverencias de la gente, les
gustan los asientos y los títulos de honor, y se visten de manera especial y
llamativa, llevados por el respeto humano y el arribismo. Desean su propia
glorificación, y están inquietos y nerviosos con obtener, por las buenas o por las
malas, sus ascensos en el establecimiento religioso a fin de asegurarse una vida de
abundancia y comodidad.
Los verdaderos imitadores de Jesús, por el contrario, viven de acuerdo con la
oración dominical. Por eso, se esfuerzan por santificar el nombre del Padre. No
anteponen al reino de Dios y a su justicia nada de sus preocupaciones, ni aun por
las cosas que necesitan para vivir. Si bien, fieles a la enseñanza del Salvador,
piden al Padre que les dé cada día el pan del mañana y que no los deje caer en la
tentación, saben que su colaboración en el proyecto del reino es la garantía de que
las demás cosas buenas se les darán por añadidura y que ningún malo les pasará
aunque les parezca que ellos están a punto de perecer ( Reglas comunes de la C.M. ,
II, 2).
Y oran, sí, insistente y perseverantemente. Su insistencia y su perseverancia
quieren decir fe firme y audaz, y también deseo intenso que les ayuda a los que no
saben pedir lo que les conviene a refinar sus peticiones y a ensanchar sus
corazones para recibir el don óptimo, el Espíritu Santo. Significan asimismo
rendición total: admitiendo su puesto casi en el fondo del no ser, su pobreza
absoluta, esperan del Padre que les levante y les colme de bienes.
Esta gente humilde y pobre conocen de primera mano la compasión del Padre que
les da vida en Cristo, perdonándoles todos los pecados. Tal experiencia personal
les enseña a ser compasivos también como su Padre y a perdonar. A diferencia de
los fariseos, no se enfocan tanto en los culpables, «ladrones, injustos, adúlteros»,
como en los inocentes y en la justicia y la misercordia del Padre.
Y si se acuerdan, en la misa, de que una hermana tiene quejas contra ellos, se van
primero a reconciliarse con ella, y entonces vuelven a la celebración.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)