Ciclo C: XVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes
La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios (1 Cor 3, 19)
Nos gusta a no pocos de nosotros hacer padrinos y madrinas de gente
renombrada. Entre los filipinos, más influencias de que disponemos, más
asegurados de favores nos creemos. No hay manera, por lo ordinario, de que
quepan en las partidas de bautismo o matrimonio los nombres de los padrinos con
sus títulos políticos o profesionales.
No me resulta curioso, pues, que alguien con una queja contra su hermano acuda a
un maestro emergente. Tampoco me extraña que Jesús decline mediar. Evita
siquiera la apariencia de ser traficante de influencias, como lo son unos fariseos. A
éstos necios les ha echado en cara su codicia y su inmundicia, la que se remedia
con dar limosna (Lc 11, 39-41). Y al asunto de codicia va de nuevo, aprovechando,
para enseñar, la petición del que no sabe pedir lo que le conviene.
El que pide no recibe lo que quiere, pero a él se le da, conforme a la promesa
evangélica. Jesús da mucho más al advertir: «Mirad; guardaos de toda clase de
codicia». Propone una solución radical para las desigualdades, discordias,
injusticias, guerras, matanzas (Stgo 4, 2).
Enseña el Maestro que son necios cuantos, fiándose de las riquezas, se dedican a la
acumulación desenfrenada de ellas. Si Qohelet nos hace pensar en el desenlace
para que no sean inmoderados y en vano nuestros esfuerzos, logros y
preocupaciones, Jesús, por su parte, nos pone delante nuestra mortalidad para
despertar nuestra confianza incondicional en Dios. El dinero no salva jamás de la
muerte. Solo Dios lo puede todo y basta. Y son sabios quienes lo saben y viven
según este conocimiento.
Así pues, subvierte Jesús el orden establecido. Convierte la sabiduría mundana en
necedad y toma por sabiduría lo que el mundo desecha como necedad (1 Cor 1,
20). En la comunidad que es «un signo boca abajo» (Robert P. Maloney, C.M), los
esclavos son los jactanciosos de su libertad para hacer lo que les dé la gana en un
mercado libre y consumista, pero quedan consumidos por los trabajos y afanes,
desbordados por la fatiga y sin descansar aun de noche. Los libres, en cambio, se
encuentran entre aquellos que aspiran a los bienes celestiales.
Los refrenados por los bienes terrestres, por muchas y muy valiosas sus
posesiones, están paralizados por el temor a la muerte y no tienen defensa contra
ella. Por el contrario, los del pequeño rebaño, aunque pobres, sin poder ni
influencia, no temen, en medio de pruebas y tribulaciones, ni incluso a los que
matan el cuerpo, porque reconocen que Dios no se olvida de ellos ni los descuenta
(Lc 12, 4-6). Su confianza en la Providencia les da valentía también para compartir
espontánea y liberalmente lo que tienen, acumulando así en el cielo un tesoro
inagotable que no se puede robar ni destruir (Lc 12, 32-33).
Asimismo los que confían en Dios se procuran el alimento que dura para la vida
eterna. Y cuando se congreguen ante el que dictará la sentencia eterna, tendrán a
los más pequeños hermanos como mediadores, no a gente influyente del mundo.
Dirán al Juez Supremo estos intercesores algo como (por usar las palabras de san
Vicente de Paúl a las Hijas de la Caridad): «Dios mío, ésta es la que nos asistió por
tu amor; Dios mío, ésta es la que nos enseñó a conocerte» (IX, 241).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)