Ciclo C: XIX Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador (Lc 1, 47)
Cuando nos suceden cosas malas ajenas a nuestra voluntad, o nos sentimos
amenazados, tendemos a encerrarnos en nosotros mismos y en nuestros intereses.
Hacemos lo que los caracoles de una conferencia de san Vicente de Paúl a los
misioneros (XI, 397). Además de atrincherarnos, a veces montamos una
contraofensiva, como leones rugientes con fauces abiertas.
Pero Jesús no quiere que se porten así los de la pequeña compañía aun
perseguidos. Tampoco le gusta que los administradores, inseguros y empeñados
en mantener el orden y la disciplina para proteger mejor la comunidad contra
amenazas, tiranicen, cual desilusionados vueltos cínicos, a los que están a su
cuidado (1 Ped 5, 3). El Maestro permite solo la introversión requerida por la
escucha de su palabra, la conversión y la oración, imprescindibles para los que a
quienes mucho se les confía y exige.
Los discípulos fieles y diligentes se ocupan de buscar el reino de Dios—si bien no
tienen que preocuparse ni temer nada, pues su Padre se lo garantiza, de acuerdo
con la promesa: «Buscad y hallaréis». La gran mies requiere obreros, «pero
obreros que trabajen», dice san Vicente (XI, 734). No son obreros los temorosos
encerrados bajo llave en una casa; les mandará salir el Resucitado y luego exhalará
sobre ellos su aliento.
Así que alentados por el Espíritu Santo y animados por el conocimiento certero de
la promesa de que nos fiamos, los sequidores de Jesús nos insertaremos con «las
entrañas maternas de la misericordia» en el mundo de los «heridos» y los pobres
(Papa Francisco). Repartiremos de nuestras posesiones y carencias, solidarios en
los peligros y los bienes, alegres y con himnos en los labios. Confiaremos con fe
inquebrantable en Dios que pone su reino a nuestro alcance y realiza algo nuevo
que se nota, porque ya está brotando (Is. 43, 19).
Este mismo Dios nunca deja que nos hundamos; él camina a nuestro lado, en
ningún momento nos abandona (Papa Francisco). Por eso, no perderemos jamás la
esperanza, aunque pasemos algo como o peor que la tragedia ferroviaria en las
inmediaciones de Santiago de Compostela. El que crea de la nada, resucita
muertos y hace madre de una esposa infecunda o una virgen, él nos puede sacar
de grandes apuros que nosotros, como san Vicente, tomaremos por noticia
estupenda y oportunidad de alabar a Dios y demostrar que confiamos en él (Abelly
3, III, 13).
Ni nos desalentaremos, aunque somos «inadecuados para el tesoro que nos ha sido
confiado» (Papa Francisco). La desconfianza en nosotros mismos a la que da paso
la verdad—ya expresada en una oración conocida de Monseñor Oscar Romero—«de
que no somos nosotros los que tenemos que construir el Reino de Dios, sino que es
siempre la gracia del Señor la que obra en nosotros», esta desconfianza, sí, sirve
de fundamento de nuestra confianza en Dios, a la vez franciscana, ignaciana y
vicenciana (III, 124), o simplemente, mariana y cristiana.
Seguiremos trabajando, pues, fiándonos solo de la gracia de Dios y con esta
dichosa convicción: en la eucaristía se anticipa la vuelta del Señor, el servidor, no
el servido, que nos dará una agradable sorpresa en el banquete escatológico,
cuando se ciña, nos haga sentar a la mesa y nos sirva.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)