XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
El Reino es un don de Dios
El Reino de Dios es el núcleo fundamental del mensaje de Jesús. En ningún lugar
evangélico se nos da una definición del Reino, de manera que no podemos decir en
qué consiste el Reino. Sin embargo del conjunto de la predicación de Jesús
podemos deducir que se trata de una realidad viva y dinámica, en continuo
crecimiento, a veces imperceptible, pero no por eso menos real. El Reino es la
realidad teológica más destacada por Jesús en el Evangelio y se puede decir que se
refiere a Dios mismo visto desde la dimensión de su amor que se manifiesta y se
enseñorea de la vida de los seres humanos hasta conducirlos a una nueva vida. Ese
Reino de Dios es de Dios y por eso no depende de los hombres. El Reino, por ser de
Dios, no lo construimos los hombres, sino que viene dado por Dios a los hombres.
Por eso es sobre todo un don y todo un regalo de Dios.
Nosotros podemos invocar su venida, como hacemos en el Padrenuestro y podemos
buscarlo con ahínco, pero sobre todo debemos acogerlo porque el Padre ha tenido
a bien dárnoslo. El evangelio de este domingo lo expresa con palabras de ternura y
en la fórmula de un oráculo profético de salvaci￳n: “No temas, mi peque￱o reba￱o,
porque el Padre de ustedes ha decidido darles el Reino” (Lc 12,32-48). Por los
evangelios sabemos que el Reino es la misma persona de Jesús, y acogerlo a él con
todas sus consecuencias es el camino de la salvación. Pero el hecho de que sea un
don no significa que no tengamos que hacer nada los seres humanos para acoger
dicho Reino.
La espera del creyente, como la de María, es activa y anticipa el don del Reino: El
Reino se acerca en la persona de Jesús. Acogerlo a él y seguirlo por el camino hacia
la cruz es dejar que Dios reine en nuestros corazones y que su amor nos
transforme. En esto consiste la fe, que también es don y respuesta. Por eso el
Reino se acerca desde la solidaridad con los que sufren y viven en los peligros y en
cualquier tipo de sufrimiento. El Reino se acerca mediante la fe que pasa por la
prueba del sacrificio y de la entrega, por la prueba del dolor. Porque los cristianos
esperamos el don del Reino tiene pleno sentido la acción solidaria con los pobres, el
desprendimiento de los bienes y la vigilancia atenta a la fidelidad. A estos tres
aspectos dedica el evangelio de hoy su atención.
La limosna no consiste en dar de lo que nos sobra, sino en dar de lo necesario para
vivir y por eso la limosna es una expresión sumamente significativa de la
misericordia hacia los pobres y necesitados de toda la tierra, que requiere la
libertad interior del desprendimiento personal respecto a los bienes y recursos
materiales con el fin de que todos ellos sean bien repartidos y compartidos entre
todos los marginados y excluidos. La llamada a la vigilancia nace de esta exigencia
radical del seguimiento. Es preciso estar atento para no caer en ninguno de los
comportamientos impropios de los que viven la gratuidad de la fe y de las
promesas, tales como los abusos de poder, el despilfarro económico y la
acumulación de bienes, en cualquiera de sus manifestaciones.
Vinculado al don del Reino aparece otro gran aspecto de la palabra de Dios de este
domingo, el tema de la fe. Con la palabra “Amén” se podría sintetizar la respuesta
humana de la fe ante la propuesta del don del Reino de Dios. De su raíz hebrea
´mn derivan dos componentes esenciales y complementarios que definen la fe: por
una parte, la fe significa fiarse, confiar, creer en el otro y en su verdad, y al mismo
tiempo, la fe comporta estar firme y permanecer en la verdad, resistir y aguantar,
perseverando con fidelidad en las propias convicciones. Esa fe es la que se expresa
en la palabra hebrea no traducida: Amén. “La fe es seguridad de lo que se espera y
prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1-2). Entre los personajes bíblicos que mejor
encarnan en su vida y en su experiencia religiosa el sentido profundo de la palabra
amén destacan el patriarca Abrahán y su mujer Sara, los cuales son motivo de
elogio por su fe en la Carta a los Hebreos que hoy leemos (Heb11,8-19), y sobre
todo la Virgen María, cuya fiesta de la Asunción celebramos el día 15 y bajo la
advocación de Urkupiña en las tierras de Bolivia.
Por su fe, Abraham, escuchó y siguió la llamada de Dios y se marchó, sin saber a
dónde iba, hacia la tierra que iba a recibir como herencia. Por la fe, vivió como
extranjero en esa tierra, porque esperaba en la ciudad de sólidos cimientos,
construida por Dios. Por su fe, Sara, aun siendo estéril y a pesar de su avanzada
edad, pudo concebir un hijo, porque creyó que Dios habría de ser fiel a la promesa;
y así, de un solo hombre, ya anciano, nació una descendencia numerosa como las
estrellas del cielo e incontable como las arenas del mar. Todos ellos murieron
firmes en la fe. No alcanzaron los bienes prometidos, pero los vieron y los
saludaron con gozo desde lejos.
Por su fe, la Virgen María creyó en la palabra del Señor, se abrió al plan de Dios
sobre ella y sobre la historia humana y permaneció siempre fiel a su palabra. Ella
experimentó en su humildad la grandeza del misterio de Dios, al cual consagró toda
su vida tras descubrir la misión decisiva para la que, por pura gracia de Dios, había
sido escogida: la Misión de engendrar y dar a luz a Jesús, el Mesías. En los dogmas
de la Inmaculada y de la Asunción, la Iglesia reconoce y celebra que María es el
mejor canto de gracia para gloria de Dios, pues la llena de gracia participa como
primicia de la humanidad redimida de la plenitud de los frutos de la salvación que
su hijo Jesús ha obtenido para todos los seres humanos con su muerte y
resurrección. Por ello el Concilio Vaticano II considera a María “signo de esperanza
y de consuelo” para toda la Iglesia (Lumen Gentium, 68). En María es ya realidad lo
que para el resto de los humanos es una promesa de parte de Dios, la participación
en la nueva vida del Resucitado (1 Cor 15,20-26).
Nosotros, los creyentes en el mismo Dios que María y Abrahán, seguimos fiándonos
de las promesas de Dios y seguimos en la espera gozosa del Reino de Dios y su
justicia, que Jesús ha prometido “No temas, mi peque￱o reba￱o, porque el Padre de
ustedes ha decidido darles el Reino” (Lc 12,32-48). Con María todos quedamos
llamados a dar nuestro “Amén” en la fe como respuesta acogedora al don del Reino
de Dios en nuestra vida, avivando así los mecanismos del corazón y de la mente
que orientan toda nuestra personalidad para seguir a Jesús con la mirada puesta en
Dios, horizonte inmenso de nuestra esperanza, y en los pobres, indicadores
inmediatos de nuestro amor.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura