Ciclo C: XX Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Él es nuestra paz (Ef 2, 14)
Quizás Sam Harris y otros señalarían el tema de «fuego» y «división» como una
cándida confesión de que la religión es violenta y divisiva. A su parecer, es algo
que no admitimos los cristianos, rechazando las evidencias de la Inquisición, las
Cruzadas, las Guerras de religión.
Pero aun frente a las evidencias de las guerras civiles, mundiales, y otras guerras
no religiosas, los mismos proponentes de la liberación de los hombres de la religión
no se oponen a las demarcaciones territoriales, las distinciones étnicas, los partidos
políticos, las formas del gobierno, los sistemas económicos, la propiedad tanto
pública como privada. Hay en la canción Imagine de John Lennon una lista un poco
más comprensiva de cosas que eliminar.
Pero tener atención selectiva, o no comprender la declaración de Jesús, no
caracteriza solo a los que toman toda religión por algo irrazonable que
necesariamente da paso al fanatismo. No somos pocos los cristianos quienes
seleccionamos cuáles doctrinas guardar y cuáles ignorar. Seguimos necesitando al
Espíritu que nos guie hasta la plena verdad y nos haga capaces de cargar con todo
lo que ha dicho Jesús.
Y dice Jesús que se consume ansiando la plena realización del reino de Dios que él
va anunciando con obras y palabras: «los ciegos ven, y los inválidos andan …, y a
los pobres se les anuncia el Evangelio». Este Profeta definitivo surge como un
fuego para purificar a los entregados a maldades (Eclo 47, 24 – 48, 1). Sus
palabras confortan a los oprimidos e incomodan a los opresores, hiriéndoles a éstos
cual fuego abrasador y martillo triturador (Jer 23, 29). También deja claro Jesús
que, para completar su obra salvífica, tiene que pasar por un bautismo, es decir,
una muerte cruel.
El que ha venido, pues, a prender fuego en el mundo y separar los buenos de los
malos es el mismo que ha venido a servir y a dar su vida en rescate por todos. Por
su muerte violenta, Jesús da muerte al odio y derriba el muro que separa los
circuncisos de los incircuncisos, para que ya no haya ningún forastero, sino que
sean todos conciudadanos. Muere pidiendo perdón para los responsables de su
crucifixión.
Igual que su Padre en quien confía totalmente, Jesús no quiere la perdición de
nadie; prefiere que los inicuos se conviertan y vivan. El solo mediador entre Dios y
los hombres está de acuerdo con Dios que quiere que todos se salven. Si bien
revela los pensamientos de todos el que es señal de contradicción, lo hace para
promover, no la división destructiva, sino la división constructiva, la que desea que
los parecidos a los príncipes que querían matar a Jeremías en nombre de la
seguridad nacional se hagan tan compasivos como Ebedmelek.
No, no hay armonía entre Jesús y la división destructiva y violenta. La prueba
innegable de esto es Jesús mismo «que … soportó la cruz, despreciando la
ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios». Si nuestras
actitudes y acciones desmienten esta verdad, ¿no sería que mantengamos fijos los
ojos en otra persona, en alguien vestido como un emperador autocrático, hecho a
imagen de nosotros, propensos a la violencia a causa de nuestro egoísmo?
Tampoco se mezclan la Cena del Señor y la acepción divisiva de personas. Donde
nos reunimos en nombre de Jesús, allí está quien no tiene en común ni con la
violencia ni con la división destructora. Y tengamos cuidado, aconseja san Vicente
de Paúl, incluso con la violencia en forma de «la contradicción que divide
corazones», la que hay que evitar «como una peste que lleva consigo la
desolación», si es que queremos imitar al Hijo de Dios «que vino a traer fuego a la
tierra para inflamarla de su amor» (XI, 553, 557).
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)