Ya porque nació en pesebre, presume de Niño Dios.
Domingo 22 ordinario 2013, 1º.septiembre C
Una simple mujer de pueblo, un día se atrevió a lanzar una frase que a primera
vista podría denotar un acendrado y recalcitrante orgullo, casi casi de locura:
“Desde ahora me llamarán dichosa, bienaventurada, todas las generaciones”, pero
a continuación, dio la razón: “Porque el poderoso ha hacho obras grandes en mí”.
Esa mujer es María, la Madre de Jesús, la madre de Dios, en la que definitivamente
no cabe ni la más ligera sombra de orgullo y de vanidad. Su afirmación está dentro
precisamente de la humildad, que sabe reconocer que los dones que tenemos se
deben al autor de nuestra vida y de nuestra salvación. Y es una virtud que no goza
precisamente de la simpatía en el mundo, donde todos queremos destacar,
hacernos notar, hacernos presentes y ser el centro del universo entero si fuera
posible. Esto fue notado por Cristo, una de las ocasiones en que aceptó la invitación
para comer en la casa de un fariseo. El veía cómo los invitados escogían los
mejores lugares, aunque tuvieran que dar puñetazos a los otros comensales. Cristo
recomienda hacer lo contrario, ocupar el lugar más modesto, en espera de que el
anfitrión pudiera poner a cada uno de los comensales en su lugar.
¿En qué consiste esa virtud de la humildad, deseada por Cristo y qué se puede
hacer para adquirirla?
Podríamos partir de su etimología, y decir que viene de “humus”, tierra que ya
denota entonces nuestro origen que no es precisamente celestial, pero que bien
visto, sí nos prepara para una situación propia de ángeles, pues la verdad, también
hay que decir que somos hijos de Dios y como tales, llamados a la vida nueva en el
Reino anunciado por Cristo. Y sólo en la medida en que somos capaces de
acercarnos a Cristo, lograremos vivir en la humildad que nos acerca al Salvador. No
será fácil la adquisición de la humildad. Serán necesarios cuatro pasos.
Primero: conocerse a sí mismo. La raíz de todos los males está en no conocernos y
en no querer aceptar nuestra propia condición. Embellecemos los defectos propios,
buscamos justificación a todas nuestras acciones, y acabamos echándole la culpa a
los demás de acciones de las que nosotros somos los únicos responsables.
Segundo: aceptarse, que no equivale precisamente a resignarse. Sería como el
enfermo que sabe que está necesitado de ayuda y no se queda sentado, sino que
busca ayuda para descubrir el mal y encontrar la solución. Cuando te conoces y te
aceptas, cuando no tienes miedo de tu propia condición o de la situación en la que
estás viviendo, ya estás en el camino de la paz y la alegría, pero si dejan entrar la
soberbia, estás dando un paso atrás y tu mal será irreversible. Hay cosas que la
medicina puede curar y hay cosas que no tienen remedio, así también en nuestra
vida tenemos que vivir pendientes de lo que es posible lograr con nuestros propios
medios y lo que tenemos que pedir de lo alto para lograr el sano equilibrio de
nuestra personalidad. Esto nos llevará a no preocuparnos, sino simplemente a
ocuparnos de los problemas reales o imaginarios. Ya no estaremos dándole vueltas
al asunto, viviremos en una santa despreocupación, sin la angustia por la
enfermedad o los reveses de la vida.
Tercero. Olvido de sí mismo. Siempre habrá motivos para preocuparse en nuestro
mundo. Pero el que llega a este tercer nivel, ya no vive ocupado siempre en los
problemas propios, casi deleitándose en ellos, lo que generaría tristeza y
desconsuelo, lo que equivale casi a un egoísmo recalcitrante porque no estás de
ninguna manera interesado en el bien de los demás sino en la propia comodidad o
el propio bienestar.
Cuarto: darse. Qué difícil es este último paso, pero el que lo consigue puede vivir
ya anticipadamente en la gloria. Hay más alegría en dar que en recibir. Ya no se
verán los males ajenos enormes, gigantescos, la paja en el ojo ajeno, y no se
disimularán los males propios como diminutos, la paja en el propio ojo. Es lo que
Cristo afirma cuando nos pide que cuando haya fiesta, pachanga o banquete en
nuestra propia casa, no invitemos a los que pueden corresponder con otra
invitación igual, habrá que invitar a los que definitivamente no van a poder
corresponder, con lo cual estaremos invitando al mismo Cristo en aquellos que
sufren, que padecen hambre y sed, qué dicha poder sentarlos a tu mesa, servirles,
sintiendo que lo mismo hizo Cristo cuando lavó los pies a sus discípulos, para que
nosotros hagamos otro tanto con nuestros vecinos.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
alberami@prodigy.net.mx