DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Josep Enric Parellada, monje de Montserrat
11 de agosto de 2013
Lc 12, 32-48
Queridos hermanos y hermanas:
Si el domingo pasado Jesús instruía a sus discípulos sobre el significado y el uso de
los bienes materiales, hoy les instruye sobre el correcto uso del tiempo, es decir, nos
encontramos con una serie de parábolas a través de las cuales los exhorta a vivir
atentos en espera de su regreso.
El texto que hemos proclamado comienza con unas palabras de esperanza y de
coraje: "No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el
reino" y con una recomendación de desprendimiento de las cosas materiales en favor
de quienes pasan necesidad.
Los discípulos pensaban que el Reino llegaría de un momento a otro, y esto explica la
radicalidad de las parábolas que siguen. Son una exhortación a la vigilancia. Durante
este período de espera se debe administrar la vida con sensatez, fidelidad y respeto a
los demás, para poder dar buena cuenta de ella cuando el Señor llegue, a una hora
que es imprevisible.
Más allá de la ambientación dramática propia de las parábolas, en el texto de hoy nos
encontramos de nuevo con el núcleo que es propio de la enseñanza en parábolas.
Este núcleo es el anuncio del Reino, es decir, la irrupción de Dios en la historia de la
humanidad y la respuesta del hombre de todo tiempo a esta presencia salvífica.
Dios se nos manifiesta como un amo que había ido a la fiesta de bodas y había
confiado su casa y todo lo que tenía a sus criados. Dios se nos presenta como alguien
que tiene plena confianza en los hombres, que no tiene prejuicios en confiarnos todo lo
que tiene y lo hace porque su corazón es transparente. Dios tiene fe en el hombre: le
confía su casa, las personas y el mundo. Por eso son felices aquellos criados que al
volver el dueño de la fiesta de bodas los encuentra velando. El momento sublime de la
parábola tiene lugar cuando la espera hasta el amanecer tiene el poder de emocionar
al dueño, tiene el fuerza de emocionar a Dios, ya que el Señor se convierte en
sirviente y se ciñe para servir a sus criados él mismo, de uno en uno, individualmente.
Dios no es el dueño de los dueños, sino el servidor de la vida. Por eso los cristianos
tenemos la pretensión de afirmar que Jesús, el Siervo, es el sí irrevocable de Dios al
mundo.
Para poder captar esta confianza de Dios en la humanidad es necesario que los
hombres que esperan la venida de su dueño, es decir, nosotros, vivamos con una
actitud de vigilancia, de vigilia para que no nos sorprenda adormilados la llegada del
Señor.
La exhortación a vivir velando no es fácil ya que se trata de un itinerario que se mueve
por el frágil terreno de las huellas de la esperanza.
Por ello, vivir esperanzadamente, vivir con actitud de vigilia significa coger la vida con
las dos manos, sin obviar ninguna situación. Paradójicamente es en la fragilidad donde
descubrimos al que viene. En palabras de un teólogo contemporáneo "lo divino en
Jesús, únicamente se nos da en lo humano" (González Faus).
Este elemento humano, grávido de la presencia de Dios, nos empuja a velar en la
noche de la propia existencia y a no desesperar nunca de nosotros mismos para no
convertirnos en unos administradores infieles o imprudentes; significa también velar en
la noche de los demás para confiar en ellos, sea cual sea su situación; finalmente
querrá decir velar en el silencio de Dios.
Los que en el tiempo de Jesús, y también en nuestro, velan enfermos, velan para
estirar el sueldo que no llega a final de mes, velan por salir adelante a pesar de los
obstáculos, son conscientes y saben que no se pueden esperar resultados mágicos. El
que vela, lucha, se esfuerza, intenta una y otra vez crear en su interior un espacio que
le permita estar abierto a la sorpresa, a lo inédito, para acoger a aquel que le viene al
encuentro. Por eso el que vela vive de la gratuidad. El que vela sabe que necesita
vaciarse de todas las carcasas, de todas las cosas innecesarias.
Hermanos y hermanas, la historia de cada uno de nosotros es un gran tiempo de
vigilia. Así lo descubrieron los primeros cristianos, que dedicaban la noche del sábado
a velar, a orar, como preámbulo del domingo, el día del Señor, en el que él mismo nos
sirve el pan de su Palabra y el pan y el vino de la Eucaristía.