SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN M AR Í A
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
15 de agosto de 2013
Ap 11, 19, 12, 1-6.10; 1Cor 15, 20-26; Lc 1, 39-56
"María ha sido llevada al cielo", canta hoy la Iglesia llena de alegría (cf. verso del
aleluya de la Misa). Como decía San Pablo, en la segunda lectura, Cristo resucitó de
entre los muertos: el primero de todos. Él, hermanos y hermanas, es el primero . Y hoy
celebramos que María, la Madre de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, en el
momento que le correspondió, le siguió en la victoria sobre la muerte y en la
participación de la resurrección, de la vida pascual, gracias a Cristo . Al término de su
vida sobre la tierra, María fue llamada a la gloria, que no es otra cosa lo que quiere
decir la expresión "María ha sido llevada al cielo". Esto no significa que ella se haya
alejado de nosotros. Al contrario. Mientras vivía en la tierra sólo podía estar presente
en el lugar donde físicamente se encontraba (Nazaret de Galilea, la montaña de
Judea, Belén, Jerusalén,...), pero una vez ha entrado en la gloria de Jesucristo puede
estar espiritualmente presente en todas partes, tal como lo muestran tantos santuarios
que tiene dedicados en toda la tierra. La Asunción, pues, no aleja María de nosotros,
sino que la hace cercana a cada Iglesia local, a cada cristiano. Por ello podemos
acudir a ella con confianza invocando su protección, aprendiendo de su camino de fe,
proclamándola bienaventurada.
También nosotros, como decía San Pablo, en el momento que corresponda ( cada uno
en su puesto ) seremos llamados a vivir para siempre en la gloria de Cristo resucitado.
Por eso, al contemplar a María que ya participa de la gloria, podemos fijarnos en ella
para aprender el camino que ella ha seguido, o mejor dicho aún, para aprender a
aplicar a nuestras circunstancias la actitud espiritual que ella vivió en su itinerario de
fe.
La gloria del Resucitado a la que ha sido asociada María, llena con vigor todo el
universo, y Jesucristo quiere atraer a cada ser humano para revestirlo de su
incorruptibilidad. Por eso la actitud fundamental de los cristianos debería ser siempre
la alegría profunda. De todos modos, aunque en la fe reconocemos la gloria de Cristo
resucitado, nuestra vida de cada día nos hace chocar con la pobreza, con la
enfermedad, con el mal y con las tinieblas de la muerte. Y esto nos cuestiona. La
alegría interior que nos viene de la fe se ve sacudida por muchas situaciones de
pecado, de dolor, de violencia, de desamor, de finitud, que nos agobian. Pero, como
decía, podemos aprender a vivirlas fijándonos en el camino de fe de María. Hoy
contemplamos la gloria que ella disfruta, pero también pasó momentos difíciles,
particularmente cuando su dolor era inmenso por la muerte de Hijo y la oscuridad
intensa se extendió por toda la tierra (cf. Mc 15, 33). Intentemos penetrar en su
vivencia espiritual de aquellos momentos para aprender a vivir en medio de las
oscuridades y del dolor. María, ante Jesús crucificado y muerto, debía revivir todo el
proceso de su vida, todo el itinerario de fe que había recorrido desde que recibió al
Hijo de Dios en sus entrañas. Pero, a pesar del sufrimiento tan intenso que le oprimía
el corazón, ella continuó siendo la Virgen fiel, la mujer que escucha y confía. Continuó
creyendo en el plan de Dios sobre Jesús que le había sido anunciado: será grande, se
llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará
sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin (Lc 1, 32-33). Lo
meditaba en su interior al pie de la cruz y a lo largo del sábado santo al contemplar el
misterio del sepulcro cerrado por la losa. Cruz y sepulcro, según la razón humana,
hacían imposible el designio divino sobre el reinado sin fin de Jesús. Pero en la
meditación de la Palabra que guardaba en el corazón (cf. Lc 2, 19) podía recordar las
palabras de su Hijo : si vuestra fe fuera como un grano de mostaza,… nada os sería
imposible (Mt 17, 19).
La asunción de María a la gloria de Cristo, nos invita a penetrar en los vínculos tan
profundos que hay entre la historia que vivimos y las palabras de la Escritura. Si
consideramos lo que vivimos a la luz de la Palabra de Dios, todo, hasta las
oscuridades y las tragedias de este mundo, puede quedar traspasado por la luz que
viene del Padre del cielo, por su amor, por su compasión, por su perdón. Todo puede
quedar traspasado de la luz pascual de Jesucristo. Y sólo desde esta luz podemos
abrir en toda circunstancia nuestro corazón a la esperanza, sólo desde esta luz
podemos entender la verdad de las bienaventuranzas que proclaman felices los
pobres, a los pequeños, a los que lloran, a los perseguidos por ser buenos, ... porque
su suerte será cambiada (cf. Mt 5, 1-12).
Contemplando la vida de María y el término glorioso adonde ha llegado, entendemos
el valor de aquella palabra de Jesús, que ella debía actualizar tantas veces: con
vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 19). O, como también se
puede traducir la palabra griega del Evangelio, con vuestra paciencia salvaréis
vuestras almas . La perseverancia y la paciencia son las virtudes propias del que
espera, de los que aún no ven realizadas las promesas pero siguen esperando
fielmente, a pesar de la increpación que algunos les pueden dirigir: ¿en qué queda la
promesa de su venida? Pues… todo sigue igual, como desde el principio de la
creación (cf. 2Pe 3, 4). María aprendió a esperar confiadamente. Y ahora, como debía
hacer con los discípulos desengañados por la muerte de Jesús, continúa llamándonos
a la esperanza e infundiéndonos consuelo desde su gloria junto a Jesucristo. Además,
ante la impaciencia y la prisa que caracterizan nuestra cultura, María nos enseña a
esperar, pacientemente, perseverantemente, el momento oportuno según el designio
divino y, al mismo tiempo, nos enseña a leer con fe los signos activos de la presencia
de Dios en el mundo y en nuestra historia concreta (cf. CM Martini, La Madonna del
Sabato Santo , 2, 2. Milán, 2000).
En medio de las dificultades de este mundo, la Asunción de la Virgen nos llama a la
esperanza, y nos ayuda a descubrir cómo Dios, de tantas maneras, Él nos alienta en
nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier
lucha (2Cor 1, 4). Aguardando la dicha que esperamos también para nosotros, como
se cumplió para Santa María, la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro:
Jesucristo (Tt 2, 13).
Una gloria que ya contemplaremos ahora bajo el velo de la fe mientras celebraremos
la Eucaristía.