DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Josep M. Sanromà, rector del santuario de Montserrat
18 de agosto de 2013
Jer 38, 4-6. 8-10/ Heb 12, 1-4 Lc12, 49-53
Siempre me impresiona, hermanos, oír las palabras del comienzo del evangelio de
hoy, dichas en mitad del verano, cuando todos sabemos del miedo y la angustia que
causa el fuego; por suerte, Jesús no nos habla del fuego material que destruye; ¿de
qué fuego nos habla Jesús? ¿Puede ser que haya un fuego que sea beneficioso,
constructivo, que renueve, y que por eso él lo quiera en la tierra para nuestro bien? A
mí me recuerda aquel texto, cuando Moisés llega al pie del Sinaí y ve una zarza que
arde sin consumirse; aquel fuego, que era la presencia de Dios, es lo que Jesús quiere
que encienda la tierra, un fuego que es la palabra y los signos de Jesús, un fuego que
tendría que encender otro en nuestro interior, el fuego de la fe, un fuego que renueva,
que purifica, que limpia y deja en condiciones adecuadas nuestro corazón para que
puedan arraigar la palabra de Jesús y el amor de Dios y éstos den como fruto, el amor
a los demás que nos compromete a procurar el bien, la confianza en Jesús que nos
permite mirar nuestra realidad con otros ojos, la esperanza que no nos deja
desfallecer, la amistad con Jesús que nos ofrece para no hacer solos el camino de la
vida, la alegría de poder ayudar a encender este fuego en el corazón de los que no
saben cómo hacerlo. El mismo fuego que encienda el corazón del profeta y le hacía
hablar de Dios y de las consecuencias de la infidelidad del pueblo; para ayudarles, el
dijo la verdad y como respuesta perdió las amistades, pero su fuego interior no se
apagó. El mismo fuego que ha mantenido viva la fe de aquellos que hoy nos son
modelo y ejemplo, pero nunca sabremos que vivieron en su interior si no dejamos que
el mismo fuego arda dentro de nosotros.
Un fuego que debe ser muy ardiente si no queremos que los cubos de agua que tira la
vida acaben apagándolo, los desfallecimientos personales, las crisis sociales, lo que
no entendemos de la política, de la economía, de la Iglesia, de la familia, de la
comunidad, del mundo laboral, problemas de salud, decepciones, cubos de agua que
pueden apagar el fuego que nos ha sido confiado. ¿Cómo mantener bien encendido
este fuego para que purifique, renueve, ilumine y caliente nuestra vida? ¿Cuál es el
secreto? Hay que dejar que la palabra de Jesús llegue a nosotros, dedicar tiempo para
conocerla, pensarla y hacer actos concretos que marquen nuestro día a día y al mismo
tiempo una palabra nuestra que vuelva hacia Jesús y hacia a Dios en forma de
agradecimiento, de intercesión, de petición, de perdón, o sea aquellos momentos de
oración que harán que la fe no sea una rutina sino un encuentro personal con Jesús
que transforma la vida y nos permite mirarla con sus ojos. Las consecuencias que
tiene en el interior del creyente cuando éste alimenta así el fuego de su fe y se la toma
en serio, es lo que hace que creyentes y no creyentes sean diferentes, y es lo que
puede provocar, como decía Jesús, división dentro de una familia, de una comunidad,
de un grupo de amigos, porque la fe nos compromete, la fe nos cambia; la fe es un
pulso en la vida que sólo se entiende si se vive, da mucho pero también pide mucho,
sobre todo huir de la rutina y dedicarle tiempo generosamente.
Si queremos mantener encendido el fuego de la fe la tenemos que cuidar, es un don y
cada día de la vida es una oportunidad para expresar cuanto queremos este don, si lo
mantenemos y trabajamos. El cristiano es como el forjador que calienta el hierro de la
vida en el fuego de la fe, que arde porque no le falta la leña de la palabra y de la
oración, y el viento del Espíritu de Jesús lo mantiene vivo, pero si no trabaja duro con
el mazo de la constancia, de la paciencia, de la confianza, la vida quedará sin fraguar,
sin forma. El cristiano es aquel que orando, yendo a misa, diciendo lo que dice y
haciendo lo que hace, expresa y comunica lo que cree a su entorno; es así como
Jesús espera que seamos levadura de vida nueva en el mundo, que la fe y la vida de
los cristianos ayude a mantener la esperanza de aquellos que seguimos creyendo
pese a lo que sentimos y vemos. La fe se nos ha presentado también como una
carrera de obstáculos, conocer a Jesús es la fuerza para vencerlos, y la razón para
continuar corriendo es que delante tenemos a Jesús en quien debemos tener puesta la
mirada, porque él ha superado ya todos los obstáculos posibles hasta dar la vida para
decirnos: corred, que mi Padre os espera.
A menudo oímos en personas mayores y jóvenes aquello de: "Yo era creyente, pero lo
fui dejando..." o "Tenía costumbre de rezar cada día, pero el trabajo, la familia o pasó
tal cosa, no tengo tiempo... "Hermanos, la primera vocación del cristiano es mantener
encendido el fuego de la fe que recibimos en el bautismo, y estoy seguro de que para
muchos las brasas todavía están, con poca o mucha ceniza encima, pero están; hay
que soplar -con el deseo sincero de que el soplo del Espíritu del Señor haga reavivar
de nuevo la llama y que no sólo sepamos mantener bien encendida en nosotros, sino
que podamos encenderla en el corazón de aquellos que lo deseen; los momentos que
vivimos lo reclaman más que nunca.