DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Josep de C. Laplana, monje de Montserrat
25 de agosto de 2013
Lc 13, 22-30
El comentario al Evangelio de hoy lo estructuramos en tres puntos: Jesús itinerante,
¿Son muchos los que se salvan?, y tercero: un desenlace sorprendente.
"Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando". La
itinerancia de Jesús no es un hecho circunstancial. Pertenece al núcleo rojo de su
misión como enviado del Padre. Jesús no es un maestro que abre escuela y que
espera que la gente vaya a escucharlo; Jesús va al encuentro de la gente, hace
camino y durante el camino enseña: visita villas y pueblos, pero no se queda; pasa
enseñado, pasa curando, pasa haciendo el bien, dejando en las almas que conectan
con él un interrogante, una inquietud, una "herida luminosa", como decía un conocido
escritor y poeta nuestro. A Jesús no lo debemos enjaular nunca, Jesús es itinerante de
por sí, pasa por nuestros pueblos, a veces por medio de un sacerdote santo que deja
olor de evangelio durante generaciones, pasa por nuestras vidas por medio de unos
padres o de un aviso que hicieron de Jesús el núcleo vital de sus vidas empapadas de
fe y de amor, pasa por nuestras vidas por medio del anuncio del Evangelio constante
que nos es ofrecida ampliamente, por medio de los sacramentos de la Iglesia, por
medio de amigos y de instituciones en las que late fuerte el espíritu del Evangelio. San
Agustín cuando pensaba en ese Jesús que pasaba predicando y haciendo el bien por
los caminos polvorientos de Palestina y los no menos polvorientos de la historia, decía
esta frase que siempre me ha impactado profundamente: "Timeo Iesum transeuntem",
temo que Jesús pase de largo y que yo no me dé cuenta, que no le haga caso, que le
dé la espalda. Tengo miedo de que la ocasión de encontrar a Jesús quede
desperdiciada por mi culpa, porque el hecho de que mi vida tenga sentido o no tenga,
que sea un simple juego de carambolas o sea un camino en progresión y lleno de
sentido que lleva a la salvación temporal y a la eterna, depende de este encuentro con
Jesús, que se desplaza y que viene a encontrarme.
El evangelio y la vida espiritual no podemos reducirlos a un vulgar negocio de mínima
inversión y máximo provecho, no dar nada y esperar que nos toque el gordo. Con
quienes circulan por el mundo con estos criterios, Nuestro Señor no tiene nada que
hacer. Dios ha creado al ser humano a semejanza suya, diseñado para que alcance su
tamaño humano en el amor y en el ejercicio de su libertad. Y aquí radica la grandeza y
la tragedia de la persona humana. El hombre es el único ser de la creación que puede
estropear y frustrar su vida, que en vez de crecer como persona en una dinámica de
amor y de donación, puede retroceder a un estado larvario, de un egoísmo embotado
que no sólo no da la talla, sino que subvierte su propia naturaleza de persona. Por eso
a aquellos que hacen a Jesús la pregunta tacaña e interesada de "si son muchos o si
son pocos los que se salvan", Jesús no les responde, o mejor dicho responde
señalándolos en el pecho: "esforzaos en entrar por la puerta estrecha", de lo contrario
os quedaréis fuera. Todo buen cristiano debe meditar a menudo sobre la terrible
posibilidad de la puerta que se cierra y de la voz de aquel que lo ha creado a su
imagen y semejanza que le responde: "No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados".
¿Qué misericordia puede evocar aquel que no tiene entrañas de misericordia y que ha
eviscerado de su ser toda dimensión de amor auténtico, limpio de egoísmo? Ser de
Jesús y de los suyos no es cuestión de cuatro gestos externos ni de tener carné, sino
de compartir con Jesús nuestra naturaleza humana y recibir de él la vida divina de la
gracia santificante.
Y el tercer y último punto es el de la gran sorpresa final. Nadie puede presumir de
antemano de su salvación final, ni nunca podemos dar por hecho que los que no son
de los nuestros o que aquellos que llamamos malos serán excluidos de la salvación
que Jesús nos ha ganado con su cruz. Nadie puede entrar en el corazón de otro ni
puede juzgarlo más que "provisionalmente". El juicio definitivo y de verdad
corresponde a Jesús y el último día. Mientras, la actitud que corresponde al cristiano
es la de darse prisa para entrar por la puerta estrecha, es decir, adelgazar nuestras
vidas de vicios y pecados, no vivir en un hedonismo estéril y destructivo, sin actitudes
viscerales de odio y de exclusión de los diferentes. En la vida espiritual esto recibe el
nombre de ascética, es decir de esfuerzo, de exigencia propia y de renuncia, que es lo
que podríamos llamar la sístole del corazón, para pasar de inmediato a la diástole, o
ensanchamiento del corazón y de la mente: gente de Oriente y de Occidente, aquellos
en que menos pensabas, quienes en tus consideraciones "provisionales" tenías por
despistados o extraviados resulta que son primeras figuras y que te adelantan. La
gracia de Dios es como un diluvio y su bondad puede penetrar por las rendijas del
corazón que creíamos blindado y extraño a su amor. La verdadera sabiduría cristiana
consiste, pues, en pasar por la puerta estrecha sin preguntarnos "si son muchos o
pocos", para enseguida dilatar nuestro corazón a escala divina, de modo que quepan
todos aquellos y todo aquello que Dios ama y sepamos alegrarnos de la
magnanimidad de un Dios que supera nuestros cálculos raquíticos. Si somos
magnánimos y no contamos "si son muchos o pocos", podemos confiar en que Dios
también será magnánimo con nosotros y que podremos alegrarnos de la salvación de
la gran multitud de todos los llamados y elegidos entre los que confiamos estar
también nosotros.