XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos
Un sábado Jesús fue a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos, y
estos estaban espiándolo. Mirando cómo los convidados escogían los
primeros puestos, les dijo esta parábola: Cuando te inviten a un banquete
de bodas, no te sientes en el lugar principal, no sea que haya algún otro
invitado más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga a
decirte: “Déjale el lugar a este”, y tengas que ir a ocupar, lleno de
vergüenza, el último asiento. (Lc 14, 1. 7-14)
Jesús nos coloca en la perspectiva del banquete eterno del reino en la casa del
Padre; banquete que él presidirá y al que todos estamos invitados, pero donde los
primeros puestos serán ocupados por quienes aquí fueron los últimos: los sencillos,
pobres, marginados, hambrientos, perseguidos, víctimas de todos los vicios
ajenos... Procuremos estar entre ellos, y no entre los que aquí fueron primeros.
La anécdota se puede aplicar al banquete eucarístico, donde Jesús mismo se da
como alimento a sus humildes seguidores. Y donde no hace falta pelear por lo
primeros puestos, pues son muy pocos los que comulgan, y donde Jesús mismo
coloca en los primeros puestos a todos los que lo acogen de corazón.
El Cuerpo de Cristo recibido con fe y amor en la Eucaristía, es garantía del
banquete eterno, y nos da la fortaleza para compartir la misión salvadora de Jesús
en favor del prójimo. “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan,
vivirá eternamente” (Jn 6, 51).
Los privilegiados en este mundo no pueden esperar que en el reino de los cielos se
repitan los privilegios sociales, económicos, religiosos y eclesiales de este mundo.
Los humildes y sencillos son los únicos que saben ocupar su lugar de criaturas ante
Dios, ante los demás y en la creación, pues reconocen que todo lo que son, tienen,
aman, gozan y esperan es don gratuito del amor del Padre, y no derecho de
méritos propios. Ellos gozan experimentando que hay mayor felicidad en dar que en
recibir.
Comer con Jesús es un gran privilegio; alimentarse de Jesús en la Eucaristía, es un
gran milagro de vida eterna; socorrer a Jesús en la persona de los pobres, es la
condición necesaria para compartir con ellos el banquete eterno, éxito total de
nuestra existencia terrena.
Si 3,17-18 - Hijo mío, actúa con tacto en todo, y serás amado por los
amigos de Dios. Mientras más grande seas, más humilde has de ser; así
obtendrás la benevolencia del Señor. No aspires a algo superior a tus
fuerzas, ni te lances a investigar lo que sobrepasa tus capacidades. Piensa
que muchos se han extraviado con sus teorías; su seguridad mal fundada
les falseó el raciocinio.
Ser humildes no es infravalorar nuestra persona y nuestros dones, no es baja
autoestima, sino que es reconocernos como lo que somos: criaturas finitas, capaces
de lo mejor con la ayuda de Dios; y de lo peor si rechazamos su ayuda. De lo
mejor: el amor a Dios y al prójimo necesitado; de lo peor: encerrarnos en el
egoísmo y el orgullo que llevan al fracaso de la vida.
Pero humildad y generosidad no pueden separarse. El generoso, con su limosna,
merece recibir multiplicado lo que da, y gozar luego la vida eterna. El orgulloso se
hunde en una miseria sin remedio, pues cierra a Dios y al prójimo las puertas de su
corazón y de su vida. Y va hacia la fatal humillación eterna.
El orgulloso se cree más que los demás, como si el ser y tener más no fuera un don
gratuito y amoroso de Dios. ¡Gran necedad y falsedad es el orgullo!
Es necesario convertirse continuamente a la humildad, que se funda en la verdad
de que todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos, es puro don
del amor de Dios, no mérito propio.
Heb 12, 18-19 - Recuerden su iniciación. No hubo aquel fuego físico que
ardía junto a la nube oscura y la tempestad, con el sonido de trompetas y
una voz tan potente, que los hijos de Israel suplicaron que no se les
hablara más. Ustedes, en cambio, se han acercado al cerro de Sión, a la
ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, a Jesús, el mediador de la
nueva alianza, llevando la sangre que purifica y que clama a Dios con más
fuerza que la sangre de Abel .
Los símbolos de la presencia de Dios en el Antiguo Testamento eran portentosos:
nube, truenos, relámpagos, fuego, resplandor deslumbrante... Mientras que en el
Nuevo Testamento Dios se nos presenta cercano en la ternura del Niño de Belén;
en la sencillez del Pan eucarístico; en la disponibilidad en la Biblia; en el prójimo,
que es su imagen y semejanza; en la transparencia maravillosa de la creación, en
la oración y en la contemplación.
Dios, Padre tierno y omnipotente, ansía que, por mediación de Jesús su Hijo,
compartamos con él, en su casa eterna, su misma felicidad infinita, después de
haber convertido nuestras desgracias en gracias, nuestros sufrimientos en felicidad
y nuestra muerte en resurrección.
¡Cuánta gratitud y amor se merece nuestro Padre Dios, infinitamente bueno, tan
cercano, tan tierno, tan íntimo, tan disponible, especialmente en la Eucaristía!
Padre Jesús Álvarez, ssp