XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Para ser discípulo mío
Esta es la frase que más se repite en el Evangelio de hoy (Lc 14,25-33) y revela
una vez más la radicalidad de la vida verdaderamente cristiana. A lo largo del
camino hacia Jerusalén Jesús da instrucciones a sus discípulos mostrándoles los
comportamientos, actitudes y valores propios del Reinado de Dios en la vida
humana, los cuales fueron encarnados y vividos en primer lugar por el mismo
Jesús. Posteriormente los cristianos los asumieron y desarrollaron generando un
estilo de vida nuevo y un mundo de valores alternativo. La ruptura con las normas
familiares como exigencia del seguimiento, la desvinculación de la propia familia y
de los bienes desde la radicalidad en el seguimiento de Jesús, la inversión de los
valores patente en las bienaventuranzas relativas a la pobreza, al hambre y al
sufrimiento, la renuncia a todo tipo de violencia, el amor a los enemigos, así como
la vida marginal inherente a la misión constituyen los aspectos básicos de la
conducta de Jesús y de sus seguidores.
En el evangelio de este domingo (Lc 14,25-33) se encuentran los rasgos de
identidad propios del discipulado. La renuncia a la familia, la disposición a cargar
con la cruz propia y el desprendimiento de los bienes recapitulan las tres
condiciones para pertenecer al discipulado de Jesús. La primera de ellas resulta
desconcertante: “Quien no odia a su padre y a su madre no puede ser discípulo
mío”. El dicho, en esta forma simple, aplicados los criterios de historicidad, puede
proceder directamente de los labios de Jesús, pero debe entenderse bien.
Esta sentencia no quiere generar ningún tipo de odio hacia los padres, sino que
resalta la radicalidad extrema de la fidelidad a Jesús y al Reino de Dios de parte de
los discípulos. Una radicalidad que se debe interpretar como expresión de la gran
libertad que debe caracterizar la entrega de la vida del discípulo en el seguimiento
del crucificado. Lucas recogió este dicho de Jesús (Lc 14,26-27), presente también
en Mateo (cf. Mt 10,37-38), y por tanto procedente de la fuente Q de los dichos del
Señor, lo colocó en el marco de las exigencias a los discípulos (Lc 14,25-33) y
amplió la lista de familiares a los que hay renunciar para ser discípulo, incluyendo
entre ellos a la mujer, a los hijos, a los hermanos y a las hermanas, así como la
necesidad de desprenderse de todos los bienes (Lc 14,33). La vida del discípulo
comporta, pues, un cambio de valores desde las categorías evangélicas y conlleva
la capacidad de renuncia y de sacrificio, cargando con la cruz, para luchar con total
disponibilidad y libertad por la causa del Reino de Dios y su justicia.
No menos llamativa es la renuncia a sí mismo, entendida esta vez como cargar con
la “propia cruz”. Este dicho está en la tradición sinóptica, pero Lucas lo personaliza
aún más. De igual modo que antes había añadido a la serie de renuncias familiares
la de la propia vida, ahora destaca el tema de la propia cruz. Cada cual tiene que
asumir las dificultades propias, pero tampoco hay que buscar las cruces de la vida,
pues vienen solas y hay que saber afrontarlas. Con todo, lo más importante de este
dicho no es sólo el aspecto de cargar con la cruz sino el de seguir “detrás de Jesús”,
pues en eso consiste ser discípulo. Ir con Jesús, tras sus huellas y detrás de él es,
con mucho, lo mejor de la vida discipular. No vamos a la deriva, sino con él y
detrás de él.
Por eso la tercera condición es también radical y deriva de la alegría y del
entusiasmo de seguir al Señor. Después de las comparaciones lucanas relativas a la
construcción de una torre y a la batalla de un rey, para los cuales se necesita hacer
bien los cálculos con tal de no caer en el fracaso, la condición de la renuncia a todos
los bienes es propia y exclusiva de Lucas y sella todo lo dicho hasta ahora en el
viaje a Jerusalén, también en lo relativo a la relación con la economía y con el uso
de los bienes. La prontitud y la libertad del discípulo requieren una concentración
tal en el Reinado de Dios que se ha de vivir en la pobreza auténtica, en el
desprendimiento de los bienes.
Pablo, como auténtico discípulo, genera una nueva relación fraterna entre Onésimo
y Filemón, superando cristianamente las relaciones sociales existentes en su época
entre un amo y su esclavo (Flm 9-17). Lo que hay que construir en nuestro mundo
no es ninguna torre espectacular, sino un hogar universal para toda la familia
humana, derribando los muros de la esclavitud y del racismo, erradicando la
xenofobia, la marginación y todo tipo de discriminación étnica y destruyendo las
fronteras que excluyen a los pobres de la tierra de la mesa de los ricos. Lo que hay
que descubrir es la fuerza poderosa del amor en el corazón humano, al cual le
hacen la guerra los bajos instintos del egoísmo, la codicia y la envidia, que
conducen al mundo por los derroteros de la insolidaridad, de la injusticia y de la
corrupción. Para eso es necesario un movimiento de discípulos y discípulas
verdaderamente libres y apasionadamente comprometidos con la causa de la
fraternidad universal y con el Reino de Dios inaugurado con Jesús. Para comprender
este mundo de valores es necesario abrirse a la fuerza del Espíritu, que es el único
capaz de formarnos en la sabiduría que puede comprender el designio de Dios (Sab
9,13-19). Oremos para poder conseguirlo.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura