Ciclo C: XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
Antonio Elduayen, C.M.
Queridos amigos y amigas
Ustedes y yo somos cristianos, discípulos misioneros de Jesucristo. Pero ¿nos
hemos detenido alguna vez a pensar en serio lo que eso significa? Jesús se lo dijo
al gran gentío que le seguía, tal como lo leemos en el evangelio de hoy (Lc 14, 25-
33). Bajo el epígrafe de “lo que cuesta seguir a Jesús”, el evangelio nos dice tres
cosas muy importantes y que hemos de tener en cuenta: 1. La grandeza de la
propuesta que Jesús nos hace; 2. La opción que hemos de hacer por Él hasta las
últimas consecuencias; y 3. la necesidad de sopesar los términos de su propuesta
así como el compromiso de cumplirlos exitosamente.
Ante todo la grandeza de la propuesta de Jesús, que es su invitación a ser sus
discípulos. Todo un honor y un privilegio. Para Jesús ser su discípulo es seguirle con
un amor incondicional y sobre todas las cosas, lo que, aparte de las renuncias que
implica, ennoblece y sublima el amor. Lo hace divino. El amor del cristiano a Jesús
no excluye otros amores legítimos (padres, familia, etc.), como algunos le hacen
decir a Lucas (14,26) y aún más, a Mateo (10,37). Se trata simplemente de aplicar
a Jesucristo, puesto que es Dios, lo que nos dice el Primer Mandamiento de la Ley
de Dios: que hay que amarlo sobre todas las cosas, sin interferencias de ninguna
clase. Digamos también que el amor de entrega a Jesús, al hacernos sus discípulos,
nos realiza como personas y como cristianos. Sencillamente, porque siendo Jesús el
ser humano más perfecto, imitarlo y seguirlo es realizarnos como hombres y
mujeres perfectos.
Añadamos lo que añade Jesús: que la condición sine qua non, indispensable, para
ser sus discípulos es llevar la cruz detrás de Él. No queda otra. Como Él tenemos
que asumir el destino de nuestras vidas y llevarlas adelante, cueste lo cueste, hasta
las últimas consecuencias, que, en Su caso, fue la misma muerte en el patíbulo de
la cruz. Esperando que nuestra muerte no tenga un final así, siempre queda en pie
lo de cargar nuestra cruz, es decir, asumir esa suma de circunstancias y decisiones,
que, a lo largo de la vida, nos irán realizando como personas y discípulos de Jesús.
Como vemos, la cruz del discípulo va más allá de las enfermedades, los accidentes,
el cese laboral, etc. Y desde luego, más allá de todas esas cruces que nos hacemos
para cargarlas en las procesiones.
La tercera cosa que el evangelio nos pide tener en cuenta es objeto de dos
parábolas (Lc 14,28-33), que apuntan a lo mismo: a tener un final feliz. No basta
tener un buen comienzo (empezar a seguir a Jesús), sino que es necesario terminar
bien (seguirle hasta el final). Contra lo que pueda parecer, el objetivo de las dos
parábolas no es -ni puede ser- el aceptar o no ser discípulos del Señor o el aceptar
o no entrar en el Reino de Dios. El objetivo es advertirnos sobre la necesidad de
conocer las exigencias de la propuesta del Señor y, consecuentemente, de nuestra
entrega a Él. La necesidad de conocerlas, pero, también y sobre todo, de estar
preparados para afrontarlas y superarlas. ¿Nos sentimos sanamente orgullosos de
ser cristianos discípulos del Señor?
¿Lo amamos por sobre todas las cosas? ¿Hasta saber cargar la cruz de cada día?
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)