Ciclo C: XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes
Por el bien de mis hermanos … quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo (Rom
9, 3)
Los fariseos evitan la compañía pecadora para no poner en riesgo su propia
salvación. Estos «separados» se apartan incluso de otros laicos, tan distinguidos
que se toman por su conocimiento de la ley mosaica, su interpretación estricta de
ella y su observancia religiosa exacta. Son fieles no solo a la Tora. Guardan
además, a diferencia de los sacerdotes, la «tradición de los mayores».
Observando tal tradición que sirve de cerca alrededor de la Tora, los fariseos toman
precauciones contra las mínimas violaciones. Así se garantizan la salvación. Creen
que su justicia le da mil vueltas a la de los demás. Son exclusivistas que
desprecian en particular a la «gente de la tierra» que no sabe y a la cual no le
importa saber. Se sienten amenazados por personas como Jesús que contribuyan a
que ellos pierdan su cátedra.
Jesús, sí, los denuncia. Los llama hipócritas, raza de víboras; desenmascara sus
falsedades. Pone en duda su liderato religioso y propone la justicia que supera la
de ellos. Les recuerda lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Y
como se hacen compañeros extraños de los sumos sacerdotes por oponerse a Jesús
y por no creerle ni arrepentirse, los fariseos por igual se merecen la advertencia:
«Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino
del reino de Dios».
No, los que se hacen ilusiones de que son autosuficientes no son capaces de
sentirse con necesidad de un Mesías que les llame a la conversión y les salve.
Invocan a Dios más bien para congratularse que no se cuentan entre los pecadores
ni son como los viles publicanos. Reduce a Dios a un ídolo inerte, callado ante sus
pretensiones de superioridad y su creencia equivocada de que la justificación
empieza y termina con ellos.
Y como nunca se sienten careciendo de nada, los fariseos no conocen la alegría de
recibir algo necesario o de encontrar lo perdido. Sin haber dejado nunca la casa de
su padre ni haberle desobedecido, no saben del gozo ni del hermano perdonado ni
del padre perdonador. No pueden tener la dicha de los pobres, de quienes es el
reino de los cielos. Considerándose establecidos ya en la santidad, no tienen
hambre ni sed de ser justos. Tanto les basta con tener asegurada la salvación que
no les importa que los demás se pierdan.
Pero a Jesús le importa la salvación de los demás. Así como Moisés, tipo de él, que
en lugar de dejarse distraer por la promesa: «De ti haré un gran pueblo», dirigió
más bien la atención hacia el asunto de interceder por un pueblo testarudo, así
también Jesús se fija en rescatar a todos, despojándose de su alto rango y
sacrificando su propia vida. Entrega su cuerpo y derrama su sangre por todos, para
el perdón de los pecados.
De verdad, Jesús se esfuerza por salvar a los demás, mientras los fariseos se
empeñan en salvarse. Y espera que lo mismo hagamos, quemando nuestros ídolos
farisaicos y arrepientiéndonos de todo farisaísmo, confesándonos peores pecadores
y aceptando sin reserva «que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores». Quiere que tengamos la convicción que san Vicente de Paúl aprendió
de él: «No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo » (XI, 553). ¿Me
bastaría con salvarme, si Assad no se salva?
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)